Ahora que repaso las películas de François Truffaut, a propósito de la retrospectiva suya en la Cineteca Nacional, trato de recuperar algo de la rebeldía que le dio al mejor publicista de la teoría de autor un sitial entre los mismos n(h)ombres que él había identificado como centro del cine mundial. En lugar de eso descubro una cierta tendencia en Truffaut a convertirse en lo que tanto criticó en 1954[1], y una cierta tendencia en mí de abandonar sus retratos eróticos de la burguesía francesa que hoy, frente a las urgencias del presente, carecen de relevancia. El triunfo de Truffaut fue transformar el cine rebelde en un cine comercial. Tiendo, por lo tanto, a seleccionar apenas unas cuantas de sus películas, aquellas en las que el combate estético todavía no estaba separado del combate político, donde todavía parecía haber una búsqueda de futuros posibles en vez de una mera repetición de las conocidas curvas del poder que estetiza el cine de Estados Unidos.
Esta crítica a Truffaut no es nueva. El mismo año en que caían las bombas sobre la casa de gobierno en Santiago de Chile, la voceó otro autor de la Nueva Ola, Jean-Luc Godard. Leo en varios artículos que, a propósito de La noche americana (1973), Godard identificó en Truffaut esa americanization de la maestría técnica de su compañero. Godard había ya viajado por Brasil y Cuba, tomando algunas líneas estéticas que luego incorporaría a su trabajo. En Francia vio, imagino con desilusión, que la misma fuerza que antes había hecho del cine y la crítica una protesta, ahora instaba a Truffaut a traspasar sus armas a las dinámicas del capital y sus sucesivos sistemas de dominación del ojo. Así, Truffaut cubriría nuestras retinas con atisbos de amores libres, triángulos amorosos, deseos disfuncionales. Todas ellas narrativas transparentes en que la ruptura de las bases de la sociedad siempre regresan a la estabilidad burguesa. En sus películas, se apagaba la rebelión de los afectos.
En el artículo de 1954, Truffaut defendió a un puñado de autores y sus estilos. Como explicaría Andrew Sarris más tarde, se trataría de una selección de nombres que demuestran, además de una competencia técnica, marcas estilísticas recurrentes producto de “un carácter”, “una temperatura” que se despliega en el set de filmación. Esto permite definir, tal como dicta el modelo mercantil literario en el cual está basado, una obra compuesta de una sucesión de películas unificadas bajo el aura de un nombre. Atrás quedan, pues, los cineastas con bajos recursos, o aquellas mujeres a las que sacaban de los créditos de una película porque sus firmas carecían de poder legal (como en el caso de Alice Guy). Tanto en Truffaut como en Sarris, como antes en Bazin, los autores bajarían directo de los imperios visuales.
En mi educación cinematográfica, de adolescente aficionada, Truffaut fue una figura importante. A pesar de que siempre encontré los símbolos visuales incorporados en Los 400 golpes un tanto didácticos, sí me fascinó en Jules y Jim (1962) esa mujer capaz de establecer una pareja múltiple con dos hombres que, a su vez, se amaban. Pero ahora que la comparo con Disparen sobre el pianista (1960) o Las dos inglesas y el amor (1971), recuerdo la ansiedad que me provocó su final trágico, como si las posibilidades de comunidad diversa nunca pudieran ser más que fantasía en una pantalla. En ellas, la voz narrativa femenina se transformó prontamente en la de un hombre (El amante del amor, 1977) creando ficciones que ahora parecen, como el teatro de sombras, un entretenimiento del pasado.
Agrego una coda en homenaje a esa cierta tendencia que se llamó Nueva Ola. La carrera de Truffaut ––estridente, rápida y fugaz–– bien podría desdecir todo lo que he dicho anteriormente. Y sin embargo, no puedo dejar de comparar la evolución del que considero el menos importante de la Nueva Ola con las películas de esa fuerza creativa, política y casi espiritual que sigue siendo Jean-Luc Godard. Todavía Alphaville (1965) me resuena en el ojo y cada vez que la veo me estremece la técnica, la crítica y, claro, el discurso sobre el amor entre Lemmy y Natacha. También me impresionan las reflexiones, a veces ilegibles –pero ¿y qué?– de Filme socialista (2010) o Histoire(s) du cinema (1989-1999) Pero sobre todo acciono las urgencias del presente volviendo a Elogio de amor (2001). Ahí, la narrativa es una estética-política que reformula los afectos, la comprensión de la distancia que nos separa del otro. En comparación con el rebelde caído, las películas de Godard todavía conservan las estéticas creadoras de una comunidad posible que marcó, hace seis décadas, lo nuevo.
[1] En su artículos “Une certain tendance du cinéma français”.