16 de agosto de 2017

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Cine/TV

Comedia y conciencia de clase

¿Por qué los principales cómicos anglosajones se jactan de su riqueza y de su talento cada vez que lanzan un especial televisivo?

Nicolás Cabral | miércoles, 10 de noviembre de 2021

Jerry Seinfeld en '23 Hours To Kill' (2020), especial de comedia de Netflix

Queda claro cuál es uno de los mandatos actuales del sistema: “Si lo logras, cacaréalo”. Lograrlo es amasar una fortuna, para entendernos. Se constata en las letras de hip hop, que amplifican histéricamente la ideología dominante; en los viajes al espacio de los millonarios, que se elevan en cohetes fálicos; o en los especiales de comedia de los principales cómicos anglosajones. Mientras ellos observan desde la estratósfera una pelotita azul que pronto arderá, a ras de tierra estamos ocupados en batallas identitarias. Y así nos va.

Guillermo Núñez Jáuregui me recuerda lo que Terry Eagleton escribió acerca de la agresividad de las clases altas en los Estados Unidos de los años veinte del siglo pasado: fue la última década en la que los ricos (los grandes Gatsby) practicaron la ostentación sin asomo de culpa. Cien años después, ¿estamos volviendo a ese punto, con formas renovadas de cacareo? El sistema pide que, si algún talento útil al modelo (entretenimiento, deporte, etc.) te permite abandonar los estratos “inferiores”, defiendas los intereses de tu nueva clase, empezando por no hablar de la explotación de las mayorías.

Los cómicos exitosos, tristemente, cumplen fielmente su papel en el sistema. Es muy fácil colaborar con el statu quo, obedeciendo su mandato: ocúpate del racismo, de la homofobia, del patriarcado, de la estupidez, incluso del calentamiento global, pero nunca del capitalismo. Y acláralo: soy rico, por lo tanto no hablo de la desigualdad. Ante un auditorio abarrotado, con un público dispuesto a reírles todos los chistes, los humoristas encuentran la manera de señalar que son adinerados. En alguna época fueron como nosotros, aclaran, pero son tan buenos en lo suyo que, caray, la cuenta bancaria engordó.

Jerry Seinfeld. Ellen DeGeneres. Dave Chappelle. Ricky Gervais. Los reyes de la comedia anglosajona. “Soy rico”, dicen, y la gente no sabe si es un comentario gracioso pero por las dudas aplaude. En algún momento del show los entertainers encontrarán la manera de comentar que, faltaba más, apoyan a quienes lo necesitan: son filántropos (es decir, ricos).

Seinfeld, a quien debemos una de las obras cumbre de la comedia televisiva junto a Larry David, es famoso por su humor blanco (el adjetivo se presta a comentarios). No dice palabrotas, no viola el contrato de la corrección política. Pero le gusta recalcar cuán talentoso es y, lejos de los reflectores, comprar Porsches. Los innumerables momentos bochornosos de Comedians in Cars Getting Coffee provienen de la insistencia en rememorar con sus colegas lo exitosos que han sido contando chistes. La poesía, dijo en alguno de los capítulos, es mala comedia.

Chappelle, un cómico notablemente abrasivo, sabe pasarse de la raya y detonar discusiones públicas desde sus especiales de Netflix. Y también sabe recordarnos que tiene dinero, gracias a lo cual ha podido atestiguar el desprecio que la burguesía blanca tiene por los blancos pobres (votantes de Trump), a los que los ricos llaman “basura”. Hay ahí un comentario político, sí, pero no violará la prohibición fundamental: bromear sobre la desigualdad que permite a los ricos serlo.

¿Hace falta decir algo de Ellen DeGeneres? Pretende ser graciosa perorando durante 20 minutos sobre su mansión californiana y su mayordomo ¿ficticio? Al comenzar la pandemia dijo sentirse encarcelada por el confinamiento (en esa misma mansión) y sus empleados denunciaron un ambiente laboral putrefacto. Cuando las redes se ocuparon de ella, se le borró la sonrisa. Gervais, por su parte, sigue produciendo momentos hilarantes, especialmente cuando no nos recuerda que fue pobre y ahora es lo contrario.

Hay un cómico famoso que, sin embargo, posee lo que los antiguos llamaban conciencia de clase. Sabe bien de dónde viene y no acepta que, por tener ahora para pagar la renta (y algo más), deba cerrar el pico sobre la injusticia. La discusión que Russell Brand tuvo en 2013 con el supuestamente inquisitivo presentador de la BBC Jeremy Paxman es antológica. Y emocionante: el humorista resultó entender mucho mejor las tensiones políticas de nuestro tiempo que el pretendido profesional. Cuando Paxman trató de invalidar las opiniones de Brand por reconocer que no vota, terminó siendo merecidamente vapuleado. Los espectáculos del comediante poseen una mezcla singularísima de lirismo, ánimo revolucionario, acento obrero y procacidad. “Sí, he ganado dinero, pero el sistema es un fraude”, parece decir mientras se aprieta la entrepierna. De hecho lo dice.

El aburguesamiento es mala comedia, Jerry, no la poesía.

¿Se es un aguafiestas por no reírle la arrogancia a los humoristas millonarios? Uno quiere pasarla bien, pero no a costa de lo que sea. En su libro sobre Samuel Beckett, que tanto admiraba a los héroes de la comedia muda (Chaplin, Buster Keaton, Laurel y Hardy), Alain Badiou escribió unas líneas sobre lo verdaderamente cómico: “no un símbolo, tampoco una metafísica disfrazada, mucho menos un escarnio, sino un amor poderoso por la obstinación humana, por el infatigable deseo, por la humanidad reducida a su malicia y a su terquedad”. Completemos la idea recordando un pasaje de Conde Cero, la novela de William Gibson, donde una galerista, mientras mira los ojos azules de un multimillonario, descubre “con una instintiva certeza animal” que los ricos sin medida ya no tienen “nada de humanos”.

¿Y la conciencia de clase? Los opinadores liberales han logrado que el término suene peligroso. Por eso es tan atractivo.

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