21/11/2024
Literatura
Una prosa íntima
El nuevo libro de relatos de Gabriel Bernal Granados, ‘Interiores’ (Odradek), alterna narración y reflexión con una escritura distintiva
La primera ocasión en que leí a Marcel Proust se me presentó el dilema de continuar o no Por el camino de Swann: me costaba digerir las sensiblerías que estaba leyendo. Pero esas frases que se prologaban sin fin, revelando inflexiones, matices, una fuerza y al mismo tiempo una delicadeza en el tono que no leí antes ni después en ningún otro autor, extendieron mi lectura a lo largo de los siete tomos que integran En busca del tiempo perdido.
Con esto no trato de decir que Interiores, de Gabriel Bernal Granados, es un libro cursi, mucho menos que tuve deseos de abandonarlo. Me pasó con este título lo mismo que con la escritura del célebre escritor francés: me pregunté hacia dónde me quería conducir el autor. En el relato sobre una representación teatral de El mago de Oz durante los años de la escuela primaria me puso alerta el tono conversacional, notable desde la primera página del libro. Pronto estaba embebido en la narración, mientras sentía nostalgia por una experiencia que me era totalmente ajena, y me di cuenta de que no tenía otro origen que el carácter íntimo de la prosa. Pero mi cautela no fue gratuita: de repente el texto había perdido su naturaleza narrativa y me encontraba leyendo, sin ningún tipo de preámbulo, una especie de ensayo que poco a poco me revelaba que El mago de Oz es todo menos un cuento inocente.
Este mismo salto reflexivo, por así llamarlo, ocurrió con el siguiente relato, en el que también persiste la edad de la infancia, aunque en esta ocasión relacionada con un tema por completo –al menos para mí– inesperado: la complicidad de tres hermanos que tiene como pretexto el futbol americano, puntualmente la admiración por el mariscal de campo Dan “El Montañés” Fouts, capaz de disparar pases precisos para lograr touchdowns de último momento. Fuera de las canchas de la NFL –nos dice Bernal Granados– Fouts solía vivir completamente aislado en medio del bosque, en una cabaña que él mismo construyó, con lo que se ganó el apodo de “El Montañés”. “Dan Fouts tenía algo de Henry David Thoreau”, dice el narrador, y agrega: “A su manera, era un marginado y un sabio, que renegaba o postergaba todo aquello que con el tiempo se convirtió en el material del que están hechos los iconos deportivos de ahora: glamur y escándalo”. De un momento a otro, el ex mariscal de campo de los Cargadores de San Diego dejó de ser un ídolo deportivo para transformarse en una especie de paisajista de la Escuela de Barbizon que escapa de la civilización industrializada para adentrarse en la naturaleza inhóspita, o en uno de esos campesinos sabios, silenciosos y agrestes que Martin Heidegger describió en Caminos de bosque.
Los saltos reflexivos son, me parece, la parte medular de la composición de los once relatos que conforman Interiores. Las meditaciones conducen a recuerdos –o viceversa– que en apariencia no guardan ninguna relación, pero que encuentran un mismo sendero al final del relato, al tiempo que generan el carácter nostálgico de la prosa. El ciclismo como práctica apasionada de la infancia se transforma, en la edad adulta, en una afición pasiva que documenta todo acerca del ciclismo profesional, para más tarde descubrir un suceso familiar doloroso. La evocación de una ex novia, a la que el autor rastrea en la memoria a través de una composición de Arvo Pärt, abre cavilaciones sobre la ausencia. La preocupación por el avance del trabajo conduce al recuerdo de un amigo de la juventud, que sin empacho declaraba que lo suyo era “vaguear”, no hacer nada productivo en la vida. Las cavilaciones sobre la adolescencia y la experiencia del tabaco y la marihuana convocan una canción extraviada en los años ochenta.
Estos “saltos” resultan más evidentes y vertiginosos en la parte final del libro, cuando el autor narra –a través de notas en forma de diario– los días y paseos en la Península de Yucatán, mientras inserta apuntes y pasajes de libros que lo acompañan durante su estancia. Se trata de lecturas influidas por el entorno, por habitaciones de hoteles, al tiempo que el narrador sale de ellas notablemente afectado, lo que incide en su manera de percibir la región por la que viaja. Surgen pequeñas frases que flotan estáticas entre paseos y lecturas: “¿A qué huele una botella vacía? A finitud y olvido”. Lejos de ser un libro nostálgico –como afirma Bernal Granados en la nota de presentación–, Interiores esconde bien su verdadera intención: el deseo de totalidad, de indagar y contener todo en la escritura.
Ante la cita de un antiguo maestro que habló –en alusión al alfabeto griego– de la escritura como dibujo, advertí que vendrían páginas relacionadas con un tema que sigo desde hace algunos años en la producción de Gabriel Bernal Granados: el análisis pictórico, el estrecho vínculo entre la pintura y la historia de la literatura. El procedimiento no varía con relación a otros títulos del autor: también aquí hay, inicialmente, descripciones vívidas, precisas y detalladas del objeto plástico –pinturas de Carpaccio, Caravaggio, Schiele, Degas y Picasso–, aunque después, con el paso de las páginas, la prosa genera su propia pintura, se apodera de ella revelando –o incluso incorporando– elementos que antes no eran evidentes en el objeto. Se confirma la cualidad que Van de Velde otorgaba a la pintura: contener lo invisible.