Un hombre bien querido duerme en su habitación. Está por cumplir ochenta años y apenas han pasado las 22:00 horas. La habitación está iluminada y en una sala contigua su esposa y su hijo ven la televisión. No es un sueño profundo. En unos pocos minutos, saben sus familiares, volverá a despertarse. Así podrá tomarse la medicina, de acuerdo al horario estricto del tratamiento. A pesar de esto, del cronograma, del ambiente familiar, siempre es una sorpresa la manera en que vuelve a la vigilia.
“Creo que enloquecí”, dice al despertar. Los ojos abiertos, la mirada confusa. “¿No ibas a hacer una donación? No tienes que hacerla”, dice a su hijo. “No, papá, estabas soñando”. “Déjalo, yo puedo manejar la camioneta”, añade, como si en efecto estuviera aún soñando. Pero tiene los ojos abiertos, está sentado al borde de la cama, está hablándole directamente. Las palabras, sin embargo, provienen de un lugar profundo, ajeno a este mundo. Hay algo de pánico en la entonación. Por un momento es un habitante de dos realidades. Supongo que podrían usarse otros términos. Desorientación, delirio…
La apertura de umbrales siniestros, la comunicación extraña con otras dimensiones, vuelve a representarse cada tanto en el cine popular. Ahora que se mastica tanto la palabra “multiverso” hemos visto en películas de fantasía o de ciencia ficción cómo se abren, por arte de magia o tecnología de punta, portales que unen regiones separadas por tiempos infinitos. Pero la sorpresa de encontrarla en un entorno de apariencia cotidiana, como si fuera algo ordinario, es uno de los momentos reincidentes en Resistencia (2023), del británico Gareth Edwards, recién estrenada en salas comerciales. Por distintas razones, es uno de los gestos menos comentados en la prensa. Principalmente porque el tema de la cinta de ciencia ficción es, una vez más, la manera en que la humanidad convive con la inteligencia artificial y la robótica; a veces en paz, a veces de manera antagónica. El tema, para mayor inri, coincide con ansiedades y entusiasmos muy reales para trabajadores de todo tipo –ya cansa un poco, ¿no es cierto? Que si los escritores de Hollywood, que si los actores se niegan a vender barata su apariencia (esto tiene un eco particular en la cinta), que si ChatGPT, que si Midjourney, que si los estudiantes o los servidores públicos plagian…
Un producto original o una copia: es otra disyuntiva que vuelve a aparecer en algunos textos en torno a la película. Se habla, con esa jerga chocante, de que al menos es una “propiedad intelectual” original, pero al mismo tiempo se señala la lista de homenajes a múltiples películas de ciencia ficción. La disyuntiva permea la trama de la cinta (como ocurrió en Blade Runner o Blade Runner 2049). Por ejemplo: en algún momento el protagonista, Joshua (John David Washington), un veterano de la guerra contra los robots, está trabajando en el cráter que dejó una explosión atómica en la ciudad de Los Ángeles. Es el año 2065 y su labor y la de una compañera es hacer limpieza del lugar (específicamente, parece, retiran los robots que mal que bien “sobrevivieron”; son enemigos de los EEUU y tras retirarlos los destruyen). Así, caminando entre los escombros, abren un automóvil: dentro hay cadáveres de una familia calcinada, y un robot. Pero entonces el robot se reactiva y emite un grito desesperado: parece que ha despertado de una pesadilla y aún está intentando salvar a la niña que murió, años atrás, en la detonación. Joshua desactiva al robot y ahora debe tranquilizar a su compañera, quien está visiblemente alterada por la manera en que el robot “volvió a la vida”. “Eso es una persona”, dice ella asustada. “No”, le dice él, “sólo es programación, sólo es programación…”.
La escena tiene su eco más tarde, cuando la conciencia de un soldado muerto (humano) es traída de vuelta –vieja fantasía transhumanista–, pero en el cuerpo de un androide. Con ecos dickianos, la conciencia del soldado, ya echada un poco a perder, sólo puede vivir algunos minutos en el cuerpo sintético. Es un momento angustiante: se halla dividido entre otorgar información clave y el dolor de no poder volver a ver su esposa, pero, sobre todo, por la crueldad de ser reenchufado a la realidad sin su consentimiento (como el bebedor fuerte que vuelve a la resaca tras un black out de días), y todo con un gesto tan sencillo como ensartar una USB a una computadora…
Hay todavía un tercer momento donde reaparece el escenario. No quisiera hablar demasiado de él, pero diré que es un corolario emocional de lo que ya hemos visto, y que da a la cinta un aire que vuelve a insistir en las bondades de lo religioso. Sé que hay personas que encuentran consuelo en esas zonas humanas. También debo decir que hay otra escena en la película en la que un hombre llora desconsoladamente porque han desenchufado lo que, para efectos prácticos, es una muñeca sexual. Y pues cada quien.