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La realidad daguerrotipada

Una lectura de ‘Las noches de octubre’, de Gérard de Nerval, a propósito de la traducción de José de la Colina (publicada por Textofilia); Guillermo Núñez analiza el texto del autor francés –a 210 años de su nacimiento– a la luz de la corriente realista

Guillermo Núñez Jáuregui | lunes, 21 de mayo de 2018

El trámite coyuntural obliga a recordar que este año se cumplen 210 años del nacimiento de Gérard Labrunie (París, 1808-1855), mejor recordado por su nombre de pluma, Gérard de Nerval. Pero tal vez convenga invocarlo por la utilidad que su obra (como tantas otras escritas en el siglo XIX de carácter fantasmático) tiene para el viejo pero apetitoso tema del realismo. Hay una razón más para prestarle atención, y es que la editorial Textofilia presenta una nueva traducción de Las noches de octubre (1852), una novela breve en versión de José de la Colina, quien también colabora con un prólogo.

De la Colina es sólo uno de los escritores mexicanos que han ofrecido traducciones de la obra de Gérard de Nerval al español. Dado que en la colección Clásicos para hoy de la Dirección general de publicaciones del desaparecido CONACULTA alcanzó a rescatar, en 2014, la traducción que Tomás Segovia hizo de Aurélia (1855) y de Las quimeras (1854), no costará trabajo encontrarla (y aún puede ubicarse por allí, también, el volumen de Galaxia Gutenberg –de 2004– en el que Segovia tradujo su prosa y poesía completas). Como apunta De la Colina en su prólogo, a propósito del poema El desdichado (el más conocido en español de Nerval), hay versiones también de Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Salvador Elizondo, Juan José Arreola, Gabriel Zaid, José Emilio Pachecho y Ulalume González de León, entre otros.

La cuestión del realismo: ¿no se ha desinflado un poco? Ignoro a qué le dedica su tiempo ahora la crítica literaria –¿sigue con cuestiones de identidad y batallas culturales?– pero uno añora, a veces, cuando no pasan nada en la tele o cuando todo parece lo mismo, que se ponga sobre la mesa la forma en que se escribe, incluso si es desde el realismo. La prosa decimonónica tal vez haya sido injustamente golpeada demasiado en este aspecto, como si identificara al realismo –como ocurre muchas veces hoy– con un estilo chato y declarativo. Lo cierto, como ha señalado Tom McCarthy (al respecto, valdrá la pena echarle un vistazo a la próxima edición de La Tempestad…), es que el realismo decimonónico se apegaba fielmente a la realidad, no sólo en descripciones farragosas sino en la emulación fantasmagórica o esponjosa de las impresiones que percibimos en la vigilia y en la ensoñación. En este punto la obra de Gérard de Nerval brilla no sólo por su estilo sino por encajar entre ambos mundos (famosamente se le menciona en el primer Manifiesto surrealista, 1924: “Podríamos sin duda haber adoptado el término de sobrenaturalismo empleado por Gérard de Nerval en la dedicatoria de Las hijas del fuego. Él maravillosamente poseía el espíritu que proclamamos como nuestro”.

¿Cómo opera ese espíritu? Las noches de octubre, que puede leerse sencillamente como la crónica de un paseo por París y algunos de sus poblados cercanos, lo muestra claramente –pero no con la chocante transparencia de la prosa periodística, sino con la bruma de la impresión real. Así, el afán de “daguerrotipar” los paseos dantescos que emprende el narrador de Las noches… transforma algo conocido (la experiencia urbana) en un suceso digno de representarse: “Bonita historia –digo a mi acompañante–, pero ya la conocía, y sólo por tu manera de contarla la he escuchado de nuevo”. A pesar de su brevedad, Las noches… es pródiga en descripciones, anécdotas y reproducciones de diálogos (así como de pasajes que lindan con lo fantástico): hay un aire incluso cansino que hace aún más lógico que se hable de una crónica “daguerrotipada”, un “instrumento de paciencia dedicado a los espíritus fatigados, que destruye las ilusiones oponiendo a cada figura el espejo de la verdad”. El realismo de Gérard de Nerval lo es no sólo por su capacidad para describir cómo se hace un consomé de pollo (como ocurre en capítulo X, “El rostizador”), sino para emular el caos del sueño (en el capítulo XVIII, “Coro de los gnomos”).

Aunque se aleja del esquematismo de los relatos fantásticos que prosperaron en Inglaterra en el siglo XIX, vale la pena considerar a esta breve novela –que dialoga con Dickens– bajo esa luz. El extraño jurado de “Otro sueño” (capítulo XXV) acusa al narrador simultáneamente de ser realista, “fantasista” y ensayista. Y sí, no estamos ante un relato fantástico farragoso escrito de manera realista (como ocurre con los de Turguéniev o del mismo Dickens), sino ante una apuesta por representar lo real al mismo tiempo que se pregunta por la manera de hacerlo. “El oficio de realista es demasiado duro”, dice el narrador en el capítulo XXI (“La mujer merino”), pero parece que no hay alternativa, “las inteligencias cansadas de los convencionalismos políticos o novelescos querían lo verdadero a cualquier costo”.

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