21/11/2024
Pensamiento
Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás
Sobre la pertinencia de ‘Con los perdedores del mejor de los mundos’, el volumen de crónicas periodísticas del polémico Günter Wallraff
Leer Con los perdedores del mejor de los mundos (2009), del alemán Günter Wallraff, es someterse a una serie de incomodidades necesarias, la primera de las cuales procede de su tema, las desigualdades que presiden el acceso al mercado laboral y la situación de los trabajadores, que alguien con un mejor concepto de la humanidad que quien esto escribe podría calificar rápidamente de “inhumanas”. Wallraff (1942) se cuela en albergues para indigentes y duerme en las calles con temperaturas que rondan los quince grados bajo cero; aprende a engañar a ancianos en una empresa de venta telefónica (lo que habitualmente llamamos call centers y el autor denomina “las minas de nuestro tiempo”); empaqueta panecillos con fungicidas en una fábrica que produce para la cadena de supermercados Lidl; se enfrenta a uno de los cocineros más prestigiosos de Alemania reclamándole por las jornadas abusivas y las humillaciones a las que somete a sus aprendices (“¿Adónde iríamos a parar si yo respetara la ley para la protección del trabajo juvenil? Ya podríamos cerrar el chiringuito”, le responde el chef); denuncia los métodos de la cadena de cafeterías Starbucks y el vaciamiento de la empresa de los trenes alemanes; es asesorado por un abogado estrella sobre cómo despedir de su supuesta empresa a los indeseables (mujeres embarazadas, discapacitados, enfermos y delegados sindicales) sin tener que pagarles y con métodos que rozan la criminalidad; asiste al derrumbe físico y moral de sus compañeros de trabajo y está a punto de sucumbir a ellos él también; aprende cómo las empresas aplican la coerción para evitar que sus empleados reivindiquen sus derechos sindicales y laborales, los someten a castigos físicos, socavan su moral para evitar que conformen comités de empresa y los obligan a escoger voluntariamente y defender estos métodos con la amenaza de que perderán sus puestos de trabajo si no lo hacen.
El relato de Wallraff provoca una incómoda indignación. Naturalmente, viene a decir el autor, se trata de casos aislados que exhiben hasta dónde puede llegar la ambición desmedida de ciertos empresarios que se benefician de los agujeros legales, de la muy comprensible desesperación de los trabajadores y de la connivencia de ciertos políticos que aspiran tan sólo a mantener la paz social y a ampliar sus cuentas bancarias. De esta opinión, que subyace a lo largo del libro, proviene la segunda de las incomodidades que provoca la obra, ya que Wallraff nunca parece comprender que la explotación y el terror al que son sometidos los trabajadores en las empresas que investiga no constituyen casos aislados sino el resultado de la minimización del costo de producción en procura de la maximización de los beneficios, que es la ideología que permea el capitalismo tardío. Del mismo modo, su relato del año que pasó “disfrazado” de negro con la finalidad de comprobar si la sociedad alemana es tan racista como se dice (lo es) nunca consigue articular la vinculación evidente entre el racismo de ciertos sectores de la misma y sus condiciones materiales de vida, evidente por cuanto son los sectores menos favorecidos en su acceso a la educación y al trabajo los que se sienten más amenazados por la presencia del “otro” en tanto competidor en el mercado laboral.
Wallraff informa, por ejemplo, que en el este del país “los abusos a negros representan un porcentaje claramente superior al de los que tienen lugar en el oeste, aun teniendo en cuenta que en el este de Alemania el número de extranjeros es considerablemente inferior”, pero parece no encontrar una vinculación directa entre el carácter inusualmente alto de ataques racistas en una región en la que casi no hay negros y el hecho de que esa región es la que posee los índices de desempleo y endeudamiento privado más altos del país. En ese sentido, “el estereotipo del negro que trafica con drogas, el tramposo solicitante de asilo, el delincuente” no es sino la proyección en el ámbito de la cultura de lo que es una guerra silenciosa entre pobres por el acceso a un mercado del trabajo que los explota y los silencia y los humilla.
Que Günter Wallraff no vincule el racismo con las condiciones materiales de producción de la sociedad alemana resulta un poco desconcertante e incluso incómodo, de la misma forma en que resulta incómoda su práctica periodística, consistente en disfrazarse para penetrar en empresas, asilos para personas sin hogar o buscar piso como negro. Wallraff debe toda su fama a este método, que ha llevado incluso a que se acuñase una nueva palabra en alemán, wallraffen, para referirse a este tipo de periodismo. Que sus reportajes a menudo tienen como finalidad principal convertirse en algún tipo de espectáculo queda de manifiesto, por ejemplo, en el de su experiencia como negro en Alemania, buena parte del cual está destinada a narrar detalles del maquillaje empleado o del trabajo con el equipo de televisión que lo acompañó. Nadie puede discutir los riesgos que corre Wallraff para obtener la información para sus artículos (casi es apaleado en un tren repleto de ultras, en un albergue para indigentes de Fráncfort del Meno está a un palmo de ser apuñalado, etcétera), pero el lector tiene derecho a preguntarse si esa información no podría haber sido obtenida de otra forma (por ejemplo, recurriendo a testimonios directos, como hace en algunos de los reportajes de este libro) y el autor escogió ésta sólo por ser más espectacular.
Estas consideraciones tienen sin embargo una importancia secundaria en relación al contenido del libro, que es apabullante y descorazonador. Así, por ejemplo, los testimonios que reúne Günter Wallraff en sus excursiones como indigente son conmovedores y obligan a mirar a los mendigos que tan habitualmente encontramos por las calles con otros ojos; también son testimonio de lo fácil que es caer y abandonar el mundo de pequeñas preocupaciones y lujos modestos que todos consideramos naturales y perdurables. Sin embargo, ni siquiera este reportaje es tan triste como el dedicado a los trabajadores de los call centers, ya que el primero narra una suma de desgracias personales sobre un fondo colectivo pero el segundo narra una desgracia colectiva que afecta de forma personal a todos los involucrados en el asunto, clientes y vendedores, ambos tratando de engañarse mutuamente para beneficio de unos empresarios al margen de todo perjuicio y de toda legalidad. Al respecto, Wallraff ofrece un diagnóstico que vale la pena citar en extenso:
Los tiempos son cada vez más duros. La semana laboral de treinta y cinco horas, una reivindicación central del movimiento sindical de las décadas de 1980 y 1990, parece inalcanzable: hoy se vuelve a trabajar más de cuarenta horas por semana. Las vacaciones se suprimen por medio de acuerdos internos de empresa, se acortan o ni siquiera se conceden; la paga extra de Navidad ya no se cobra, y los que empiezan su carrera laboral lo hacen sólo con contratos temporales. Aumenta también el número de los working poor, es decir, de aquellos que, pese a trabajar una jornada completa, son pobres y se ven obligados a solicitar el Hartz IV [subsidio de desempleo otorgado a aquellos que han pasado más de un año sin trabajar y cuyo importe es equivalente al de la ayuda social que se otorga a los indigentes]. Al mismo tiempo, aumenta también la duración de la vida laboral. La flexibilización y la desregulación son las consignas de los empleadores, y detrás de ellas se esconde la reducción de los derechos de los trabajadores. Así se destruyen gradualmente las conquistas de los movimientos obrero y sindical.
Quizá lo único que se pueda agregar a un diagnóstico tan lamentable es que, aunque incómodo, el de Günter Wallraff es un libro necesario precisamente porque son necesarias la indignación moral que permea sus artículos y la valentía que demuestra su autor para no bajar los brazos; también, porque demuestra que lo disruptivo en nuestra sociedad no está en el ámbito del consumo de pornografía o en el de las sexualidades “alternativas”, que tanto han ocupado a algunos cronistas recientemente, sino en el del trabajo, y que es necesario volver a este último para comprender el rostro que el mal, el mal verdadero y metafísico, ha adquirido en nuestros tiempos.