Un final feliz (2017) es, en algún sentido, el reverso de varias de las películas anteriores de Michael Haneke. La nueva producción –en la que Haneke se reencuentra con Isabelle Huppert y Jean-Louis Trintignant, dos actores emblemáticos de su carrera en Francia– ha sido descrita por un sector de la crítica como un greatest hits del director, es decir, una compilación de ciertos temas que han sido desarrollados de forma más amplia en películas anteriores. La aseveración tiene sentido aunque, por otro lado, también anida la idea de que Haneke ya no está en buena forma, de que su mirada filosa se ha desgastado. Antes de abordar a cabalidad el filme que ocupa estas líneas, vale la pena problematizar dos aspectos. El primero de ellos es que el desarrollo de la trayectoria del austriaco ha estado ligada al Festival de Cannes. Prácticamente todas sus películas realizadas a partir del año 2000 han sido premiadas en el certamen galo –a excepción de La hora del lobo (2003). Haneke ha ganado dos veces la Palma de Oro, el premio mayor del festival, con La cinta blanca (2009) y Amor (2012). La esperada Un final feliz –que surgió luego de que Haneke abandonara un proyecto llamado Flashmob, en el que pretendía explorar la relación entre los medios digitales y la realidad– tenía que estrenarse en Cannes. Así pasó, pero esta vez la película se fue sin cosechar premios. Quienes sí fueron celebrados, y ello lleva al segundo punto a comentar, fueron el sueco Ruben Östlund –que ganó la Palma con The Square– y el griego Yorgos Lanthimos –cuyo filme El sacrificio de un ciervo sagrado obtuvo el premio de mejor guion. Ambos son alumnos avanzados de Haneke. La obra del austriaco, que comenzó su camino en 1974 con producciones televisivas, es un núcleo fundamental de lo que se suele llamar el cine de la crueldad, donde se inscriben los directores mencionados. Es innegable que Cannes establece una agenda que dicta las tendencias que se imponen en el mercado fílmico del “cine de arte”. Un ejemplo: en diferentes lapsos su comité ha demostrado predilección por las cinematografías de ciertos países y, de igual forma, por algunos realizadores. Su estrategia mediática no siempre genera consecuencias positivas. Un creador premiado en Cannes no sólo está obligado a ser más radical con su siguiente obra sino que, además, debe igualar o superar el premio que lo coloca en el palmarés. Ni los reconocimientos ni los festivales: lo que importa son las películas y sus propuestas. Un final feliz es la primera cinta de Haneke que presenta un ensamble de personajes. El coro de la poderosa familia Laurent (apellido que el director ha usado en múltiples películas), que se dedica al negocio de la construcción, se compone de la siguiente forma: Georges, el patriarca aburrido de vivir; Anne, la hija de éste, al frente del negocio, que tiene un hijo irresponsable de nombre Pierre; y Thomas, también hijo de Georges, que engendró a Eve, una chica de trece años, con su ex esposa.
Las noticias en los diarios
El escritor austriaco Thomas Bernhard decía detestar los diarios, aunque los leía cada mañana. Haneke también lee con atención las noticias. En algunos casos éstas han inspirado los guiones de sus películas. El mejor ejemplo es El séptimo continente (1989), la primera película que el realizador hizo para cine, que sigue la rutina de una familia austriaca que se prepara para quitarse la vida. La historia de este filme, cuya ambigüedad es un portento que inauguró en la gran pantalla la mirada precisa y gélida de Haneke, está inspirado en un hecho real. El suicidio, estrechamente relacionado con la historia social y cultural de Austria, es uno de los temas permanentes en el imaginario del realizador. Sobre este interés vuelve en Un final feliz, que se desarrolla en Callais –o la Jungla, como le llaman a la ciudad del norte de Francia que aglutina a miles de migrantes tanto de África como de Asia que, antes del Brexit, hacían lo imposible por llegar a Inglaterra. En una entrevista con Little White Lies, Haneke reveló que en este filme sobrevive un rasgo de su proyecto cancelado. “Hay un hilo en la película que proviene de Flashmob”, confesó el director, “se trata de la chica que envenena a su propia madre. Se basa en una historia que leí hace un par de años en el periódico: una chica que hizo exactamente eso, trató de envenenar a su madre durante un largo tiempo y publicó y escribió sobre eso en Internet”. La inclinación por reflexionar sobre cómo se divulga información en el presente está dada desde el inicio de la película. Ésta comienza con imágenes que provienen del celular de Eve, que llega a vivir con la familia de su padre a causa de la muerte de su madre, envenenada en extrañas condiciones. Los videos de Eve son registros de lo cotidiano en los que se descubre sin ninguna impresión fuerte, por ejemplo, que le ha dado pastillas a un hámster para experimentar con él y, finalmente, quitarle la vida. El interés del austriaco por la imagen se puede rastrear desde El séptimo continente. En este filme, donde uno de los personajes dice “a veces me pregunto cómo sería si en vez de cabeza tuviéramos un monitor para que todos vieran lo que pensamos”, el suicidio del padre se produce frente a un televisor en estática. Las cámaras fotográficas de los celulares también se ajustan a la idea de revelar los pensamientos a través de imágenes producidas por sus usuarios. Sin embargo, la interpretación de las mismas presenta dificultades. Las imágenes, como sabemos, siempre se han podido manipular. Hoy es más sencillo hacerlo a través de las aplicaciones. Con respecto a este tema –del que Haneke se ha ocupado en películas como El video de Benny (1992) y Caché (2005)–, Un final feliz no expande su reflexión en términos formales. La película es, en varios sentidos, clásica. En su puesta en imágenes abundan los contraplanos y los planos de conjunto que, extrañamente, no albergan la ambigüedad de filmes anteriores, que solían constreñir la mirada del espectador a ciertos elementos del encuadre. Haneke enuncia, en lo que parece más un comentario que un ensayo, cómo las imágenes suelen ser una incesante simulación al ser la representación de algo. Esto se puede observar en una secuencia típicamente hanekiana: una cámara de seguridad registra en un gran plano cómo la maquinaria de construcción opera en una zanja de proporciones gigantescas mientras un extremo de la cuenca se desgaja, tirando al vacío lo que parece un conjunto de baños portátiles. Aunque estas imágenes son un testimonio de la muerte de varios trabajadores, una representación de la negligencia de una constructora que no ha seguido los lineamientos de seguridad, son inútiles para un ejercicio jurídico, sólo sirven para hacer una investigación y un simulacro de impartición de justicia.
Una serie de fragmentos
Además de esas disertaciones sobre las imágenes, el discurso principal de la película es cómo la derecha europea se ha ajustado a los cambios tanto tecnológicos como sociales sin alterar un ápice sus costumbres. El filme es, en algún sentido, opuesto a la trama de Amor (2012), donde Haneke se abocó también al tema del suicidio pero en otro ambiente. Los protagonistas de esa cinta son profesores de música e intelectuales consumados. La presencia de Jean-Louis Trintignant en ambas películas funciona como bisagra. El patriarca de Un final feliz, cuya demencia parece por momentos inventada, desea escapar, quiere morir. El único inconveniente es que sus hijos, interpretados por Isabelle Huppert y Mathieu Kassovitz, no desean la desaparición del padre, no de forma asistida. Para ellos la vida consiste en perpetuar su poder. Huppert, por un lado, se compromete con un banquero en el afán de reproducir la fortuna de la familia, que carga el peso de garantizar la prosperidad del negocio en el futuro. La áspera Anne no cuenta con el apoyo de su hijo, posible sucesor, su mayor dolor de cabeza, responsable del accidente en la construcción. Thomas es un hombre menos hermético que su hermana, sus secretos son de índole sexual y consisten en otra simulación digital. El hombre, casado con una mujer más joven que él, mantiene un encendido chat con otra. Es Eve, esa gélida criatura que revisa atenta la con-versación erótica del padre y hace videos con su teléfono, la que se encuentra en medio del conflicto de los Laurent. El abuelo Georges halla en su nieta a una aliada para satisfacer su deseo final, luego de que ésta le confiesa su deseo de aniquilar a una compañera de campamento. El abuelo, sin embargo, siempre está haciendo ensayos de su acto escapista que resultan cómicos, cebados por sus hijos. A diferencia de Amor, donde la muerte es una opción, en esta película se la evita. Otro comentario que hace Haneke en Un final feliz, que apoya la tesis de que la derecha en Europa tiene una enorme plasticidad para amoldarse a los tiempos que corren, se genera a partir de la presencia del hijo de Anne. Pierre, interpretado por el alemán Franz Rogowski, es un desequilibrado que pone en ridículo a la familia durante el cumpleaños del abuelo (donde presenta a su empleada doméstica africana como “la bella esclava de la casa”). El momento más álgido, y humorístico debido a la reacción de los personajes, es cuando lleva a un grupo de inmigrantes a la reunión en la que su madre anuncia su compromiso con el banquero. La matriarca, por supuesto, les ofrece con pena y resignación un lugar en la fiesta. Su hipocresía, que se amolda a los tiempos que corren, le impide ser descortés en la esfera pública. Un final feliz, que hace comentarios aquí y allá sobre la realidad, es una de las películas más disímiles de Haneke, donde es palpable el desconcierto en el que lo dejó un proyecto malogrado. A pesar de ello, los fragmentos que la componen son evidencia de cómo el dispositivo cinematográfico ha sido influido por la gran cantidad de imágenes que pueblan la cotidianidad, producidas en una proporción que amenaza el entendimiento, de cómo infieren en los temas que ha tratado el austriaco en su larga trayectoria.
El texto apareció publicado en La Tempestad 134 (mayo de 2018)