En el mundo anglosajón, más que en otros –con la probable excepción del francófono–, las escuelas de todo tipo funcionan como molde para cocinar narrativas de cualquier género, intención o calidad: de Retorno a Brideshead (1945) a Harry Potter, de las novelas de dark academia (El secreto, 1992) a las comedias de John Hughes (El club de los cinco, 1985) o el caudal de ficciones televisivas situadas en institutos, los colegios son entornos microsociales puestos para ser narrados: aíslan a un grupo de personajes recurrentes, delimitan sus rangos fundamentales –edad, procedencia, etc.–, incentivan conflictos básicos universales –familiares, raciales, socioeconómicos, sexuales, de identidad, etc.– y enmarcan períodos concretos: semestres, años, vacaciones. Son, lo busquen o no, narrativas generacionales.
Los que se quedan (2023), octavo largometraje del melancólico de Nebraska Alexander Payne, es también su primer estreno en seis años tras la pausa más larga en su filmografía, luego de Pequeña gran vida (2017), una alegoría desabrida, olvidable y lejana a su cartografía autoral. Tras el desvío, ha vuelto al terruño en que creció. Los que se quedan devuelve a los personajes usuales de Payne –idealistas cansados, humanistas tristes y misántropos tiernos– a los salones de clase, un territorio que no pisaba desde la estupenda Election (1999).
Pero si aquella era una sátira sobre el cinismo político en los campus universitarios de su generación, esta vuelta a las aulas tiene la tintura crepuscular de un autor que se hizo sabio y mayor a través de Entre copas (2004), Nebraska (2013), Las confesiones del Sr. Schmidt (2002) o Los descendientes (2011). Deudor confeso de varias tradiciones del mejor cine gringo, Payne sabe que en un aula escolar hay siempre una historia esperando ser contada. Por segunda vez en su filmografía trabaja con un guion ajeno –escrito por David Hemingson–, aunque su mano autoral está tan madura que la película termina siendo suya plano a plano.
Estamos en la Navidad de 1970 en un colegio privado de la costa este, en Nueva Inglaterra. Un internado varonil que prepara a adolescentes potentados para ingresar a cualquier universidad de la Ivy League. Ahí trabaja el Dr. Paul Hunham (Paul Giamatti, en dominio de un papel capaz de devorar su carrera completa), un profesor de historia grecolatina, misántropo y alcohólico discreto, cuya pasión por Herodoto es tan grande como su abierto desprecio por el privilegio de sus estudiantes, a quienes fustiga con saña por no valorar el pedestal social que heredaron sin esfuerzo. Aunque Angus no es más cálido con sus colegas ni superiores académicos, guarda un afecto respetuoso por Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), la cocinera afroamericana de Barton cuyo hijo recién fue asesinado en Vietnam tras haber estudiado, con evidentes esfuerzos, en la misma institución.
Los que se quedan, cuyo título en inglés (The Holdovers) puede entenderse también como “los rezagados”, “los deudos” o “los que esperan en un limbo”, echa mano de esa polisemia para situar su relato en las semanas de vacaciones invernales en que la escuela se vacía excepto por esas tres figuras solitarias que no tienen ni quieren festejar nada en ningún otro sitio: la doliente Mary, el ermitaño Angus y, de último minuto, Angus Tully (el debutante Dominic Sessa), un rebelde sin causa pero con motivos: ya con las maletas hechas, su madre y padrastro le piden que se quede pues prefieren pasar la nochebuena en pareja. Cada uno tiene excusas razonables para la coraza que porta y su reticencia inicial a compartir su confinamiento con otros dos huraños.
En la década reciente del cine estadounidense es constante la necesidad de evocar desde la añoranza juvenil la década del setenta, ese lapso tumultuoso de la memoria yanqui que va de la primera presidencia de Nixon a la elección de Jimmy Carter y que atraviesa Vietnam, Watergate, la presidencia fugaz de Ford, las muertes de Elvis y Morrison, la secta de Manson y las películas del Nuevo Hollywood. En títulos tan diversos como Licorice Pizza (Anderson, 2021), El tiempo del armagedón (Gray, 2022), Guasón (Phillips, 2019), la serie antológica Small Axe (McQueen, 2020), ¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret (Fremon, 2023), Priscilla (Sofia Coppola, 2023), Los Fabelman (Spielberg, 2022) o Érase una vez en Hollywood (Tarantino, 2019) emerge una especie de sociología emocional o coming of age sociocultural en donde los años setenta son una mezcla de paraíso perdido y nido de las serpientes.
Ambientar en 1970 una comedia dramática, un cuento melancólico de universidad que podría suceder en otro momento y lugar, no es una decisión meramente afectiva, estética ni añoranza gratuita, tanto más si se trata de un guion original y no de una adaptación. Payne sabe bien –y nosotros con él y sus personajes– que fuera de los muros de piedra victoriana de la Barton Academy está un país lastimado por los coletazos de la lucha racial, la guerra fría y la larga cruda de Woodstock y el verano del amor. Como en las películas mencionadas de Anderson, Gray, Spielberg o Fremon, existe un revisionismo social y político de la historia reciente de los EEUU que, al filtrarse con la perspectiva de la pubertad y adolescencia, deviene relato de descubrimiento y apertura: los protagonistas se hacen mayores junto a la tumultuosa sociedad que los engulle.
Como su trío protagonista, Los que se quedan es una cinta de semblante adusto que con el paso del tiempo revela su necesidad de ser querida y escuchada. Entre canciones de Cat Stevens o Simon & Garfunkel, funciona como cuento navideño tradicional, comedia triste y radiografía del sistema de clases estadounidense en 1970, pero también apunta a un diagnóstico más contemporáneo: el apego a nuestra soledad y la constante necesidad de compartirla. Una de las mejores películas del año pasado.