Al inicio de La quimera (2023), cuarto largometraje escrito y dirigido por la italiana Alice Rohrwacher, despertamos de un sueño a la par que su ensoñador, un hombre joven vestido con buen corte, pero sucio. De semblante amable pero irascible, tranquilo pero receloso de quienes lo rodean. Con el paso de los minutos intuimos la razón: recién salió de prisión y viaja de vuelta al pueblo de Riparbella, un villorrio intemporal en medio de la Toscana, el mismo paisaje en el que la directora de Lázaro feliz (2018) ha ido sembrando sus historias.
Pero el ex convicto simpático, Arthur (Josh O’Connor), no es toscano sino inglés. Eso abona a su sentimiento de errancia sin raíz y lo pone a la defensiva. Al llegar evita el afecto de sus viejos conocidos excepto de una: Flora (Isabella Rossellini), matriarca que habita una casona descarapelada de techos altos como una aristócrata vencida por la humedad y las termitas. Flora espera ahí el regreso de su hija Beniamina (Yile Vianello), quien también fue amor de Arthur. Pero Beniamina está muerta, y tanto Flora como el yerno pródigo buscan formas de recuperarla aunque éstas rebasen las reglas de la realidad: ella, aferrándose a la posibilidad de su regreso; él, asaltando tumbas de la antigüedad etrusca –Arthur tiene un poder, un sexto sentido– para robar ajuares mortuorios y venderlos en el mercado negro museístico. En secreto tiene otro motivo: encontrar un pasaje metafísico, ancestral, que le permita atravesar el umbral de los muertos para volver a abrazar a Beniamina.
El país que Rohrwacher dibuja para ser habitado por sus personajes y ella misma se parece a la Toscana en la que creció –su trazo está bien documentado, poblado de recuerdos personales y personajes bien delineados–, pero también evoca de forma virtuosa la mezcla de ensoñación y neorrealismo tan habitual en el cine italiano desde la posguerra. La suya es una geografía personalísima en donde los parias sin rumbo, estafadores y lúmpenes bondadosos de Pajaritos y pajarracos (Pier Paolo Pasolini, 1966) conviven con los de Milagro en Milán (Vittorio De Sica, 1951), La calle (Federico Fellini, 1954) o El Decamerón (Pasolini, 1971) para encontrarse, confortarse y aliviarse mutuamente. En La quimera esta tribu casi circense es una banda de saqueadores arqueológicos que se dedica a buscar tumbas etruscas, desvalijarlas y deslizarlas al mercado de coleccionistas gracias a un misterioso comprador clandestino: Spartaco.
La película de Alice Rohrwacher es, entre otras cosas, una emocionante meditación sobre el pasado y la pérdida en todas sus dimensiones: el mundo grecolatino, la memoria de los difuntos, la redención frente a nuestros errores y la comunalidad en la Italia rural de los años ochenta. En medio, como un tótem imponente y maternal, el rostro sabio y frágil de Isabella Rossellini, en el primer rol a su altura en unos quince años. Una constante en el cine de la directora es la exploración de cada rostro humano como un paisaje único, y el elenco de La quimera, pródigo en miradas expresivas, silencios y sonrisas melancólicas, no es la excepción. Quien recuerde la indescriptible expresión de Adriano Tardolo en Lázaro feliz sabe de lo que es capaz la directora al utilizar el rostro de sus personajes.
Tras la caída del fascismo los cineastas italianos de corte social intentaron conciliar la experiencia de la clase rural desposeída con el caleidoscopio de creencias, espiritualidad y tradiciones paganas que persisten en las comunidades agrarias, sobre todo del centro y el sur de la península. Dado que el realismo socialista y el realismo mágico –a la manera hispanoamericana– fueron cosechas que no arraigaron en la conciencia italiana, lo que resulta de poéticas como las de Fellini, Scola o el Bertolucci de Novecento (1976) es un caldo indefinible de religiosidad, socialismo, magia, tragedia y nostalgia rural. Alice Rohrwacher, de Corpo celeste (2011) a Las maravillas (2014) y de Lázaro feliz a La quimera, absorbe con cariño ese linaje sin copiarlo ni imitarlo.
Hay una sensación terrosa, aromática, de cine en su forma más física y palpable. La combinación de formatos en cinta de 35 mm y 16 mm con alta exposición de luz, a diferentes velocidades de filmación –efectos de “cámara rápida”–, cambios de foco y de lente, diferentes proporciones de encuadre e intervenciones abruptas de los mismos –planos que vemos “de cabeza”– revive una sensación muy poco común en el cine contemporáneo: la certeza de que es un medio físico, tangible y manipulable, cuyos procesos creativos son artesanía y manualidad, que tienen olor y textura.
En este apartado hay tanta responsabilidad creativa de Rohrwacher como de la mirada impredecible de Hélène Louvart, esa fotógrafa en mutación perpetua que de Pina (Wim Wenders, 2011) a Las playas de Agnès (Agnès Varda, 2008), de La vida invisible de Eurídice Guzmán (Karim Ainöuz, 2019) a Nunca, rara vez, a veces, siempre (Eliza Hittman, 2020) o los largometrajes anteriores de Rohrwacher, es capaz de absorber universos, vidas enteras de ficción para después enseñarnos a mirarlos con una mezcla de asombro y familiaridad. Esa cualidad de sorpresa, expectativa y nostalgia está esparcida en todos los paisajes, colores y espacios físicos de La quimera, que serían inhóspitos y hostiles si no nos fuesen ofrecidos con tanta ternura.
Estrenada en competencia en el pasado Festival de Cannes, La quimera llega a salas mexicanas como parte de la 75ª Muestra Internacional de Cine antes de estrenarse comercialmente el 11 de abril.