Entre todos los tópicos de la tragedia de posible reelaboración, pocos son más funcionales que aquel en el que un personaje insospechado se encuentra, por azar o tropiezo, con un objeto codiciado o alguna suma de dinero que, lejos de resolver los problemas que arrastra, termina por hundirlo en el oprobio, la locura o la expulsión comunitaria. De esa premisa intemporal brotan relatos tan diversos como La perla (Emilio Fernández, 1947; a partir de John Steinbeck), Avaricia (Erich von Stroheim, 1924; a partir de Frank Norris), Sin lugar para los débiles (Ethan y Joel Coen, 2007; a partir de Cormac McCarthy) o El Señor de los Anillos (Peter Jackson, 2001-2003; a partir de J.R.R. Tolkien).
Rahim (Amir Jadidi), un pintor humilde de caligrafías publicitarias en la ciudad iraní de Shiraz, en las inmediaciones de la antigua Persépolis, protagonista del noveno largometraje de Asghar Farhadi, Un héroe (2021), encarna una inquietante variación de esa estirpe trágica de personajes envenenados por la fortuna accidental que podría haberles liberado. La subversión del molde brota de uno de esos acertijos morales de imposible solución que Farhadi planteó en Una separación (2011) o El cliente (2016).
Rahim está en prisión por haber sido incapaz de devolver a un prestamista una deuda millonaria, tras haber sido estafado por un socio. Durante un permiso de libertad condicional para visitar a sus parientes encuentra un bolso con monedas de oro cuya suma podría ayudarle a pagar al acreedor y sacarle de la cárcel, pero al contrario de Gollum, el ranchero Llewelyn Moss (Josh Brolin) o el pescador Quino (Pedro Armendáriz), cuya desgracia deriva de aferrarse con demencia al objeto encontrado, Rahim desmorona su imagen pública hasta la humillación por hacer aquello que él considera correcto: buscar a la dueña del bolso y devolverlo, atrayendo la atención de medios, redes sociales, organizaciones altruistas e incluso los directivos carcelarios que lo presumen como reinserción ejemplar.
En apariencia, el rígido sistema que habita está diseñado para castigar a quienes incumplan las normas básicas de la economía de mercado, por ejemplo, siendo prestatarios de una suma que no se puede devolver. Lo que Rahim descubre en el camino es que, en esa misma economía, existe un crimen silencioso que es vigilado y exhibido con más severidad: servir de buen ejemplo. “¿En qué lugar del mundo se celebra así a la gente por no hacer el mal? ¿Qué diferencia hay entre no hacer el mal y no hacer nada en absoluto?”, reclama furioso el acreedor.
En la superficie, y según sus detractores, la proyección internacional de Asghar Farhadi obedece a su apego al melodrama occidental por encima de la politización habitual de la tradición fílmica iraní. Esto, se ha dicho, resulta en películas de crítica más diluida y con un riesgo formal menor al de Forugh Farrojzad, Abbas Kiarostami, Jafar Panahi o la familia Makhmalbaf. Pero esta renuncia a lo combativo es solo aparente. Los mejores personajes de Farhadi suelen ser estudios en capas del libre albedrío y las vaporosas fronteras de la libertad individual en el Irán contemporáneo, que funcionan en forma de parábolas o microestudios del ámbito doméstico. Pero las consecuencias últimas de las tragedias de Farhadi no están en la estructura familiar sino en las instituciones del Estado: los juzgados, los ministerios, las cárceles o el escritorio enmohecido de un burócrata anodino quien, como un Adolf Eichmann cualquiera, tiene en su patetismo la capacidad de torcer el destino de cualquiera.
Puede tratarse de un proceso de divorcio, un desajuste matrimonial, una invasión a la intimidad o, en este caso, de un proceso judicial que parece operar dentro de la norma hasta que la aparición súbita de la honestidad evidencia las grietas de la estructura. Asghar Farhadi es profunda y abiertamente político, aunque sus mecanismos formales le deban más a Bergman (El pasado, 2013; Una separación) o Almodóvar (Todos lo saben, 2018) que a la tradición local iraní.
Un héroe es uno de los dramas mayores de Farhadi por la madurez que cosechó su tesitura para la psicología y claroscuros de personajes que rehúsan reiteradamente cumplir las expectativas de catarsis del espectador. No se trata solo de que Rahim, en su mezcla humana de ingenuidad bondadosa, alevosía y resentimiento, no tenga clara la brújula ética que dirige al bien o al mal, sino que el propio realizador comparte esa ignorancia y disfruta compartiendo tal incertidumbre con el espectador, quien observa el choque de las bolas de billar con la fascinación impotente de quien no sabe en quién depositar su confianza o empatía. Tanto Asghar Farhadi como la extraordinaria actuación de Jadidi rechazan presentar a Rahim como un mártir arrastrado por la circunstancia, sino como alguien que toma decisiones en medio de un campo minado, pero que no está exento de malicia o rencor creciente. Con una habilidad cercana a la crueldad, la telaraña que se teje alrededor de Rahim tiene su punto más alto cuando nos damos cuenta que nosotros, como jueces pasivos de lo que observamos, estamos más cerca de la araña que de la presa.