16 de agosto de 2017

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12/09/2024

Cine/TV

La memoria, primera ficción

Sobre dos películas testimoniales en salas mexicanas: ‘Yūrei (Fantasmas)’, de Sumie García Hirata, y ‘Teorema de tiempo’, de Andrés Kaiser

Sergio Huidobro | miércoles, 10 de julio de 2024

Fotograma de ‘Yūrei (Fantasmas)’ (2023), de Sumie García Hirata

Todo el cine parte de un encuentro, generalmente consensuado, entre dos partes: una detrás de la cámara, otra delante. Quien filma ejerce durante un lapso una curiosa forma de poder inmaterial derivado de la técnica: absorbe su imagen o su voz; en ocasiones, su historia, la captura. El primer cine fue documental y así se mantuvo hasta que la ficción y sus recursos demostraron lo contrario, pero incluso en el cine testimonial que –con cierta ingenuidad– se pretende real, transparente o imparcial operan artificios y actos de ilusionismo capaces de anestesiar al sentido de incredulidad para hacer pasar al lenguaje fílmico por realidad incuestionable. En eso el cine documental se parece a la memoria.

La reelaboración del recuerdo –personal o comunitario– a través de los recursos del cine ha sido un campo recurrente en el documental mexicano del presente siglo, que hace tiempo perdió el miedo a expresarse en primera persona y a esculpir la arcilla estilística para expandir las fronteras de lo que entendemos por cine testimonial. Como si una sana desconfianza hiciera dudar a los cineastas tanto de su propia memoria como de las posibilidades del medio, trabajos pioneros de esta corriente como Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo (2008) abrieron una brecha de autoficción (o auto-no-ficción) personal, familiar o comunitaria que sigue produciendo obras diversas como La danza del hipocampo (2014), Malintzin 17 (2022) o Tío Yim (2019), a las que se suman, con creces, dos estrenos coincidentes en cartelera cuyo tema de fondo es la representación de lo ausente y su evocación mediante artilugios creativos de la forma audiovisual.

La memoria comunitaria: autobiografía y ritual

En Yūrei (Fantasmas) (2023), primer largometraje de la artista visual, productora y cineasta capitalina Sumie García Hirata, se despliega un retrato comunal formado por historias íntimas e individuales: aquellas que forman la comunidad nikkei de migrantes japoneses de primera (issei), segunda (nisei) o tercera (sansei) generación afincados en México. Mediante entrevistas individuales a descendientes de la diáspora nipona en regiones como Ensenada, el sureste o la Ciudad de México, la directora explora aquello que, formando parte de la identidad cultural del migrante, permanece en un estado vaporoso al no tener soportes materiales suficientes en los que pueda anclar la memoria: el pasado de la diáspora nikkei está, en buena media, enterrado o disuelto en el tiempo. No se ha perdido del todo, aunque permanece en formas abstractas y etéreas como el recuerdo; es, en más de un sentido, fantasmal.

Fotograma de Yūrei (Fantasmas) (2023), de Sumie García Hirata

Predominantemente cineasta, pero también fotógrafa y artista digital familiarizada con los recursos de la instalación o el videoarte, García Hirata construye Yūrei (Fantasmas) mediante evocaciones visuales y sonoras encaminadas a simbolizar emociones tan inasibles como la añoranza o el olvido. En su equipo están la coreógrafa y bailarina Irene Akiko, la antropóloga migratoria Dahil Melgar y el fotógrafo Rodrigo Sandoval. Algo hay de tesis documental en Yūrei y también de poema en prosa que alterna las historias individuales con la presencial espectral de un nosotros resiliente.

La propuesta de Sumie García Hirata tiene la rara cualidad de ser formalmente rigurosa, tomar decisiones formales experimentales y, pese a ello, comunicarse con un público amplio mediante su coro narrativo de testimonios construido no en torno a la especificidad cultural del exilio japonés, sino a temas universales: familia, la infancia como paraíso perdido o la difícil necesidad de enraizar en un entorno que nos percibe como ajenos.

El pasado familiar: primera ficción

En otra tendencia frecuente en el documental mexicano reciente, la del found footage o montaje de archivo, Teorema de tiempo (2022), segundo largomentraje y primer documental del potosino Andrés Kaiser, obtuvo el Ariel en dicha categoría en 2023. A partir de grabaciones caseras rodadas en la juventud de sus abuelos, Kaiser reconstruye –e interpeta, cuestiona y probablemente maquilla– el camino vital de un matrimonio de clase alta en el Bajío mexicano durante parte del siglo XX. El abuelo, migrante suizo, industrial y fabricante de libretas de contabilidad, resulta ser también un cineasta amateur que se vale de una cámara casera de 8mm para explorar las posibilidades creativas que le brinda el entorno doméstico, los viajes familiares y el crecimiento de los hijos, padres y tíos del cineasta que nos habla, en off, como un narrador con paradójica nostalgia por el futuro de lo que vemos en pantalla.

documental

Fotograma de Teorema de tiempo (2022), de Andrés Kaiser

Ya en su ópera prima, el falso documental de horror Feral (2018), Andrés Kaiser daba pistas sobre su talante explorador para invitar a la audiencia a cuestionar las fronteras de lo testimonial, aunque con cierta ingenuidad y privilegiando el artificio o la vuelta de tuerca. Teorema de tiempo es un trabajo más maduro, con una inteligencia más sosegada al indagar en problemas similares de su forma fílmica, ahora utilizando materiales familiares íntimos cuya intención, cabe pensar, nunca fue la de integrar un montaje ni adquirir forma narrativa. En este sentido –y guardando toda debida distancia– Teorema de tiempo evoca las enseñanzas de diaristas cinematográficos y virtuosos montajistas de imágenes ajenas como Jonas Mekas (Reminiscencias de un viaje a Lituania, 1972), Chris Marker (El último bolchevique, 1992) o Annie Ernaux (Los años de Super 8, 2022).

Al manipular registros de diferente naturaleza –cintas caseras, fotografías o recreaciones actuadas de cartas leídas en off– Kaiser dibuja una historia que se nos ofrece como verídica mientras evidencia su naturaleza como cine manipulado, retrabajado y esculpido. Es una intención paralela a la de Yūrei (Fantasmas), que alterna los métodos tradicionales del cine testimonial con innovaciones formales que buscan ahondar en el recuerdo, la memoria o la nostalgia que no cuenta con soportes físicos para anclarse a la realidad. En ambos casos, la afortunada coincidencia en cartelera permite cuestionar los límites de la forma documental y, en extensión, aquello que percibimos como real en la pantalla.

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