Ningún imperio, ningún reino se ha pensado a sí mismo en pasado. Cada uno, levantado sobre el cimiento de conquistas, batallas, dinastías, tesoros y guerreros, se ha imaginado eterno, perpetuo, definitivo. En la última década del siglo XIX el mítico Reino de Dahomey, en la costa baja del occidente africano, se erguía estoico frente a su propio derrumbe. Las tropas coloniales francesas del general Dodds –senegalés al servicio del ocupante– avanzaban, vencían y pactaban.
En menos de un lustro el pueblo fon de la orgullosa Dahomey, que durante siglos presumió independencia y autonomía de otros reinos vecinos, terminaba sometida al imperio francés, comenzando un rápido expolio de su arte patrimonial, sacro, popular e histórico para trasladarlo a París. Al año siguiente, en la misma ciudad, los hermanos Lumière presentaban el cinematógrafo.
En Dahomey (2024), segundo largometraje de la franco-senegalesa, también actriz y prolífica cortometrajista, Mati Diop, que recibiera este año –y con justicia– el Oso de Oro de Berlín, la memoria de la humillación colonialista, el hurto patrimonial y sus consecuencias no están a cuadro, pero se respiran como una sombra o vapor que lo cubre todo, intoxicando cada imagen, corte y sonido en apenas 67 minutos.
Unos 130 años después del saqueo, en noviembre de 2021, Dahomey no existe más: su recuerdo ocupa el territorio –parcial– de la actual República de Benín, francófona e independiente desde 1960. Pero los descendientes del pueblo fon y su insólito ejército de amazonas permanecen. En un acto tan protocolario como simbólico, a la vez histórico y mínimo, 26 piezas de arte nativo saqueado por los colonos abandonaron el Museo de Quai Branly para regresar a Cotonú, capital de un país distinto del que fueron raptadas, aunque un fuerte movimiento identitario pugna por resarcir la identidad, también saqueada, de sus habitantes y su ascendencia histórica. Ningún reino se piensa a sí mismo en pasado, y en Benín-Dahomey, como en tantos otros pueblos poscoloniales o ex imperiales, el siglo XXI trajo consigo una urgencia política por transmutar el fuimos en somos o seremos.
Dahomey es un relato coral, inclasificable y expansivo, que semeja un río en el cual confluyeran tres corrientes: la primera es un registro observacional y austero de las rutinas museográficas con que las piezas viajan de un continente a otro. La segunda es un ejercicio inusitado de ficción en el que los objetos mismos nos hablan, se lamentan, tejen monólogos, teorizan, se desdoblan. El tercero es un documental abiertamente político que presume un notable aprendizaje de las películas de Jean Rouch sobre el África negra –La pirámide humana (1961), Yo, un negro (1958)– para situarnos en una asamblea universitaria en donde estudiantes contrastan y enfrentan ideas en torno al patrimonio material devuelto.
En una época como la nuestra, en la cual lo poscolonial parece haber abandonado la academia o lo social para convertirse en un género de productos o un valor de mercado, Dahomey es un ave de rara categoría que devuelve rigor, altura estética y solidez intelectual a las corrientes de debate en el sur global que implican, necesariamente, un cuestionamiento constante de la relación entre lo público, la historia oficial, las herencias culturales y las narrativas sobre el pasado colectivo, que con frecuencia implican la exigencia de reparaciones retroactivas y disculpas del otrora colonizador, un debate recién reactivado desde gobiernos como el mexicano y que Diop, a partir de los encendidos y plurales debates entre estudiantes que ocupan el último tercio del filme, utiliza como espejo para reflejar no solo a Benín, Dahomey o las ex colonias francesas, sino a lo poscolonial como categoría misma.
Mati Diop, sobrina del enorme cineasta Djibril Diop Mambéty e hija de Wasis Diop, músico fundamental para el cine africano y compositor para algunas películas de Mambéty, entiende lo panafricano no como un reductivismo simplista que arroja a toda el África negra en el mismo costal sino como un diálogo caleidoscópico entre numerosas identidades culturales. En apariencia la raíz de Dahomey estaría en las películas de Rouch o en la indispensable Las estatuas también mueren (1953), de Chris Marker y Alain Resnais, pero una mirada más atenta revela una necesidad de distanciarse de esas antecesoras –articuladas, después de todo, desde Francia–, no para negarlas sino para dialogar: las estatuas, parece responder Diop, vuelven de la muerte si la cultura que las produjo las hace renacer.
Para ello Mati Diop decide que los monólogos en primera persona de los objetos sustraídos (una estatua del rey Gezo, un trono en miniatura) estén hablados en fon, lengua originaria del reino extinto, para separarla del resto de la cinta, en francés. Los diálogos, leídos por el novelista haitiano Makenzy Orcel (Las inmortales, 2010), parecen llegar desde el centro de la misma tierra o a través de un túnel de tiempo, llevando a Dahomey a colindar con el terreno fantástico, animista y espectral de la premiada ópera prima de Diop, Atlantique (2019).
Como artefacto cultural, Dahomey resulta tan relevante y elocuente como las propias piezas de arte que la protagonizan. Su capacidad para articular discursos o debates que suceden dentro de la pantalla con los que suceden fuera de ella es inusual y estimulante. Sin duda, una de las obras mayores de 2024.