Fotograma de ‘El brutalista’ (2024), de Brady Corbet
Tengo para mí que el ESPACIO es el hecho central para el hombre en Estados Unidos […]. Lo escribo grande porque aquí es grande. Grande y sin misericordia.
En el fondo está la geografía, un montón de vasta tierra desde el principio.
Charles Olson, Llámenme Ismael (1947)
No hay novedad alguna en describir el cine como un arte del tiempo, como no la hay en asumir que la arquitectura es, por excelencia, una disciplina del espacio físico, del volumen. Sin embargo, el contraste entre una cosa y la otra no siempre es claro ni es el mismo, pues es una diferencia que implica menos los procesos creativos que la vida de la obra resultante una vez en contacto con su audiencia. Las artes del espacio –escultura, pintura, fotografía, arquitectura, grabado– producen obras estáticas como el Guernica o la catedral de Reims: el tiempo pasa como río en torno suyo, pero la obra no cambia en forma ni en lenguaje. Su lenguaje artístico es, de alguna forma, una estructura de una pieza. Las artes del tiempo, por otro lado –cine, danza, música, teatro, literatura– despliegan su experiencia en un lapso temporal, mientras el espectador suele permanecer pasivo, pues el tiempo de la obra transcurre frente a él o ella. Son, según diría la posmodernidad, dispositivos que se activan y fluyen.
Uno de los quiebres más profundos para las artes de la modernidad fue disociar el objeto artístico de formas de experimentarlo que son abstractas: por ejemplo, la partitura (objeto / dispositivo) de la música que provoca. El cine, en su mayoría, existe en una forma física tangible –cinta para filmar, lata de 35mm, de video, disco– pero el carrete de celuloide no es la obra ni la forma ni el discurso: cuando se proyecta para una audiencia la obra se despliega en su tiempo de duración, pero la resultante es… luz. Luz y sombras ordenadas, fabricadas, para alumbrar una oscuridad artificial. A diferencia de un edificio, cuya estructura puede medirse en trabes o columnas, el cine se sostiene por estructuras temporales al ordenar su relato; en consecuencia, la narración de viajes, desplazamientos voluntarios o forzados, de trayectos con o sin rumbo fijo han sido base para el cine estadounidense desde sus inicios. El western y la road movie, quizá los dos géneros raíz de lo yanqui, parten ambos de esa idea: cuando un personaje (o varios) emprenden el camino, el universo se pone en marcha en torno suyo. Nace un relato y, para la consciencia norteamericana, la migración hacia América sigue siendo el relato fundacional por excelencia: el destino manifiesto, la tierra prometida. Incluso en los tiempos que corren.
![Brady Corbet](https://i0.wp.com/www.latempestad.mx/wp-content/uploads/2025/02/Brutalista2.png?resize=1600%2C964&ssl=1)
Fotograma de El brutalista (2024), de Brady Corbet
La tensión entre el cine –arte del tiempo– como disciplina estrella de la modernidad técnica y la arquitectura –arte utilitario, pero también disciplina del espacio por excelencia– puede ser la causa de que la escasísima producción de ficciones narrativas sobre arquitectura y aún menor es aquella que tiene algo relevante que decir sobre ambos campos: la arquitectura no se desplaza y la narración amerita movimiento. Uno contra todos (1949), adaptación de King Vidor de El manantial de Ayn Rand, persiste como el mejor testimonio en el cine estadounidense de la conciliación entre cinemática y narrativa con edificios, planos y concreto. Fuera de ahí todo es varilla y obra negra. Ahí, quizá, radica la monumental vibración de El brutalista (2024), tercer largometraje del también actor de Arizona Brady Corbet, que sobresale entre la tibia producción actual de dramas de época como lo haría un Le Corbusier en medio de un fraccionamiento del Infonavit. Es casi un milagro que El brutalista coincida en nacimiento con Megalópolis (2024), el maravilloso desastre de Francis Ford Coppola, que es también una épica sobre edificios y arquitectos prometeicos; la de Corbet es, por otra parte, un viaje panorámico, en el tiempo y en el espacio, sobre migraciones sin retorno que trata a los paisajes como personajes en transformación.
El primer arrojo de Corbet es, a sus 36 años y escasa filmografía a cuestas, emprender el levantamiento de un fresco histórico cuyo aliento y dimensión evocan Érase una vez en América (1984) o El padrino II (1974). László Tóth (Adrien Brody), arquitecto húngaro y judío formado en la Bauhaus de Walter Gropius, llega a Estados Unidos habiendo dejado atrás una esposa (Felicity Jones) y una sobrina (Raffey Cassidy) sobrevivientes del fascismo, que esperan reunirse con él en cuanto las posibilidades lo permitan. Tóth, inexistente como figura histórica pero que absorbe ecos del propio Gropius o Mies van der Rohe, que llega a Nueva York sin fotografía alguna de sus edificios en Europa, asume el encargo de rediseñar la biblioteca de un magnate (Guy Pierce) sólo para ser despedido arbitrariamente y, meses después, recontratado por el mismo oligarca para poner en marcha una utopía de mármol y concreto: un centro comunitario religioso en lo alto de una colina de Pensilvania, en los días en que ese estado formaba parte de las grandes zonas industriales acereras del milagro económico. Estamos en la posguerra y un aire mesiánico, de prosperidad inusitada y poderío global, recorre Estados Unidos. En la radio escuchamos noticias de la fundación del Estado de Israel. La Guerra Fría se expande como sombra. El futuro acaba de empezar.
![Brady Corbet](https://i0.wp.com/www.latempestad.mx/wp-content/uploads/2025/02/The-Brutalist.png?resize=1559%2C877&ssl=1)
Adrien Brody en El brutalista (2024), de Brady Corbet
Ni El brutalista ni Brady Corbet ni su fotógrafo habitual, el británico Lol Crawley, entienden el cine de época como un artefacto de nostalgia artificial que se agote en la recreación precisa, el diseño de muebles o la paleta de colores. Su modo de narrar la posguerra estadounidense y las orillas más amargas del milagro americano de las décadas que siguieron es dialogar con esa época desde la forma fílmica: la película, coescrita por Corbet y su pareja, la también cineasta Mona Fastvold, es la primera en más de seis décadas en filmarse por completo con el sistema VistaVision del viejo Hollywood, y el espectador atento, esté interesado o no en los procesos fotográficos, tendrá que reconocer el virtuosismo de la decisión.
En una secuencia reveladora, Tóth y su mecenas viajan a una cantera de Italia para seleccionar el mármol de Carrara con las vetas de color exactas; entre ellos ocurre un diálogo notablemente escrito sobre la importancia de usar materiales exactos (“Dios está en los detalles”, decía Mies van der Rohe) y, de alguna forma, la precisión meticulosa con la que Corbet y Crawley utilizan la fotografía en VistaVision, el grano fotográfico de las imágenes, la dimensión que otorga la cinta en 70mm, parecen hacer eco de esa obsesión perfeccionista. El virtuoso montaje, por cierto, está en manos de Dávid Jancsó, hijo del legendario –y también judío húngaro– Miklós Jancsó, director de Los rojos y los blancos (1967).
En ese sentido, el contraste entre El brutalista y la extraordinaria Un dolor real (2024), segundo largometraje de Jesse Eisenberg (como Corbet, también actor), supone un díptico involuntario con el que vale la pena dialogar, más allá de que ambas coincidan en cartelera y en la temporada de premios en curso. La de Eisenberg es una especie de comedia amarga o drama luminoso sobre un viaje migratorio en dirección opuesta a la de László Tóth: mientras éste escapa del nazismo hacia Manhattan, los protagonistas David (Eisenberg) y Benjamin (Kieran Culkin), primos judíos con innegable nombre bíblico a cuestas, viajan de Nueva York a Varsovia siete décadas después de la invasión fascista para conocer la casa de su abuela recientemente fallecida, cada uno con su carga de culpas familiares, insatisfacciones vitales y crisis de masculinidad a cuestas. El viaje es un tour grupal confeccionado para viajeros de raíz hebrea, aunque eso incluya al no practicante David, al políticamente incorrecto Benji y a un sobreviviente del genocidio en Ruanda (Kurt Egyiawan) recién convertido al judaísmo. Lo peor que puede pasar en semejante escenario pasa, incluso entre sonrisas y ternuras, pero también permite aflorar esperanzas sinceras y heridas en sanación, un arco bien descrito y calibrado en el notable guion escrito por el propio Eisenberg.
![Jesse Eisenberg](https://i0.wp.com/www.latempestad.mx/wp-content/uploads/2025/02/Still-from-A-Real-Pain.jpg?resize=1200%2C720&ssl=1)
Fotograma de Un dolor real (2024), de Jesse Eisenberg
La tragicomedia de Jesse Eisenberg, que termina absorbida por el incandescente, extraordinario personaje de Culkin, plantea un inteligente y sensible diálogo entre el pasado colectivo o trauma histórico heredado y el dolor personal, parcialmente reprimido, de dos hombres jóvenes que mantienen una barrera invisible que les impide comunicarse más allá de los recuerdos compartidos. A diferencia del fresco monumental de Corbet, donde la forma fílmica –montaje, estética, ritmo– está en constante duelo con la dimensión megalómana de sus personajes masculinos (concilia, digamos, el tiempo y el espacio), Un dolor real, road movie narrada a través del tiempo y el desplazamiento, ofrece una miniatura humanista construida en torno a conversaciones casuales, silencios, miradas y brotes de humor, ternura y camaradería.
Tanto El brutalista como Un dolor real coinciden también en ser exploraciones a posteriori. Al inicio de sus relatos pareciera que lo peor que le podía pasar a sus personajes les ha pasado ya, y lo que se nos cuenta son las secuelas de la catástrofe. En ambos casos la inteligencia narrativa se ocupa en mostrarnos que a veces el dolor del renacimiento, la amargura de reconstruirse a uno mismo puede ser tan agria o más que la tragedia inicial. Para alcanzar esa reflexión El brutalista emprende un descenso a los abismos –con intermedio incluido–, mientras Un dolor real avanza –aparentemente– hacia la luz al final del túnel, reservándose un golpe agridulce para el último, magnífico minuto. Son dos formas distintas de obra maestra que coinciden en el marco general de sus preocupaciones: la migración europea, su legado en la identidad norteamericana y, por otra parte, el dolor personal y las sombrías masculinidades forjadas al reprimirlo. Si el cine estadounidense –un cine erigido, cabe recordar, por migrantes– avanza en el futuro por las sendas de Eisenberg y Corbet, mucho se habrá salvado.
![Jesse Eisenberg](https://i0.wp.com/www.latempestad.mx/wp-content/uploads/2025/02/A-Real-Pain-1.jpg?resize=1600%2C900&ssl=1)
Kieran Culkin y Jesse Eisenberg en Un dolor real (2024), de Jesse Eisenberg