Fotograma de ‘No Other Land’ (2024), de Basel Adra, Hamdan Ballal, Yuval Abraham y Rachel Szor
En el principio –el génesis– no estuvo el caos sino la búsqueda disciplinada de rigor para absorber, con la cámara, la realidad tal cual se presentaba a los ojos. Si elegimos creerle al mito, las primeras invenciones que anticiparon la imagen en movimiento tuvieron objetivos puros de observación científica: Muybridge y su caballo al galope (1878), el gato cayendo de Marey (1894), los obreros saliendo de la fábrica o las vistas –supuestamente espontáneas, captadas al vuelo– de Le Prince. En el primer cine, nos cuenta el Evangelio, la cámara se instalaba invisible y la vida sucedía frente a ella, sin intervención, puesta en escena ni montaje. La vida era y el espectador pionero del cinematógrafo francés asistía a su reproducción transparente.
El cine, pues, nació documental, así fuera en intenciones. La ficción brotó de ahí como una necesidad comercial que al poco tiempo erigió el edificio completo de la industria, llevando al cine testimonial, de no ficción, a las periferias de lo etnográfico o el registro visual de colonialismos diversos: Medio Oriente, África, el Amazonas, los inuit de Flaherty en Nanuk el esquimal (1922), los tahitianos de Murnau en Tabú (1931). Para entonces el autor ya estaba en el centro: la película pertenecía a Flaherty o a Murnau, no a las culturas retratadas.
En las trece décadas de cine e imágenes en movimiento el documental ha persistido y resistido con base en esa tensión: el escudo de la objetividad testimonial, de servir a los ojos una verdad sin filtro y la innegable –a ratos explícita, a ratos camuflada– mano creadora del o la cineasta como autor de las imágenes. Dijo Godard que nada se parece más a la acción de una cámara de cine que apuntar un rifle –en inglés se amplía el juego del lenguaje: to shoot. Una cuestión central del documental es que se nos invita a ubicarnos del lado del fusil, del que controla el mecanismo o que dispara. Si el documental persiste no solo como registro audiovisual sino como forma creativa en expansión y reinvención constantes es por esa doble naturaleza: ser vitrina para observar lo real y, a la par, arcilla para modelarla a voluntad. El documental es tanto actividad profesional como adjetivo y forma artística; sus mejores ejemplos, de Frederick Wiseman o los hermanos Maysles a Tatiana Huezo y Dziga Vértov dan fe de ello. En la coyuntura presente tres largometrajes del género nominados al premio Oscar expanden este debate hacia el futuro.
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Fotograma de No Other Land (2024), de Basel Adra, Hamdan Ballal, Yuval Abraham y Rachel Szor
No Other Land (2024), documento a cuatro miradas dirigido por los palestinos Basel Adra y Hamdan Ballal y los israelíes Yuval Abraham y Rachel Szor –fotografiado, escrito y editado por los mismos, en coproducción con dos socios noruegos–, ganadora de más de sesenta premios que comienzan con dos en el 74º Festival de Berlín y llegan a su actual postulación al Oscar, se inscribe en la larga, intermitente y accidentada historia del cine palestino como uno de sus testimonios más relevantes, sintomáticos y –el tiempo dirá– perdurables. Filmada o grabada en diferentes soportes, casi todos digitales, a lo largo de varios años, el montaje que hoy se nos presenta como película acabada es un ejercicio de montaje que narra el progresivo desmantelamiento de comunidades palestinas en Masafer Yatta, en el sur de Cisjordania ocupado desde 1967 y a escasos kilómetros de Jerusalén. Una región fronteriza, lo que implica una tensión perpetua y ya generacional derivada de los reiterados intentos del ejército israelí por extender sus fronteras hacia esa zona como campo de entrenamiento para tanques.
No Other Land pertenece a una potente tradición de cine documental en la cual los eventos aparentan desarrollarse frente al espectador no en un arco narrativo previsible sino en un flujo de accidentes imprevisibles, como vida que se saliera de cauce, ajena a la voluntad de sus realizadores. Esto es, por supuesto, un artificio hábil de montaje y ritmo, pero funciona perfectamente para los fines buscados: contagiar a la audiencia la sensación de incertidumbre y fragilidad perpetua en las vidas palestinas en los territorios ocupados de Cisjordania. El hilo conductor es la tensa amistad entre Basel y Yuval, codirectores y protagonistas, uno palestino y otro israelí, que dedican meses a registrar la diáspora, los asesinatos y la destrucción de Masafer Yatta, asentamiento que se remonta a tiempos bíblicos. Aunque las condiciones de rodaje son inevitablemente crudas y accidentadas, uno de los varios méritos de la película es engarzar las grabaciones clandestinas con pasajes íntimos entre ambos periodistas, plenos de sutileza, detalle, silencio y conversaciones francas en los que aflora la tensión subyacente a su origen étnico.
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Fotograma de Black Box Diaries (2024), de Shiori Itō
La cinta, distribuida en México por Artegios y actualmente sin distribuidor en Estados Unidos –no obstante su inclusión en la terna oscaril–, comparte con Black Box Diaries (2024), de la japonesa Shiori Itō, la urgencia militante del periodismo y el dinamismo de la crónica en primera persona. La cineasta, periodista de profesión, utiliza la cámara en un sentido similar al sugerido por Godard y puesto en práctica por los cineastas de No Other Land: como un dispositivo doble que puede usarse para apuntar hacia una misma, con fines confesionales, o hacia los demás, como mecanismo de defensa. Diez años atrás, Itō fue víctima de un ataque sexual a manos de un periodista cercano al entonces ministro Shinzō Abe. Su abismo personal y lucha pública en la década posterior derivaron en la publicación de Black Box (2017), libro fundamental para detonar el movimiento #MeToo en Japón. Black Box Diaries, estrenado en Sundance y receptor hasta ahora de unos veinte premios internacionales, funciona como un notable ejercicio de desdoblamiento periodístico: una periodista que investiga su propio asalto sexual y, en los años posteriores, una litigante que intenta –frente a cámara– discernir su búsqueda personal de justicia penal de su repentina condición de figura pública en una nación no precisamente popular por sus tradiciones feministas.
Tanto No Other Land como Black Box Diaries reavivan el estimulante linaje de cine testimonial en primera persona que no teme hablar desde la individualidad ni lo privado. Ambos comparten un nacimiento a partir de la necesidad, del impulso de la denuncia, pero ante todo valen como diarios personales que, al registrar con la cámara los diminutos sismos de lo cotidiano y lo íntimo, sugieren temblores sociales mucho mayores. Del otro lado, en contrapunto –para tomar prestada una idea jazzista–, Soundtrack para un golpe de Estado (2024), del belga Johan Grimonprez, estrenado en México durante el Festival Ambulante, proviene de una tradición distinta y distante de cine documental construido por completo a partir de imágenes de archivo, pietaje noticioso, fragmentos de discurso, grabaciones caseras e imágenes fijas para pintar el mural panorámico (de casi tres horas de duración, lo cual permite la hipérbole) del período de descolonización del África negra durante la Guerra Fría y el rol de las agencias de inteligencia occidentales pero, ante todo, de otros actores menos visibles en el drama geopolítico: los jazzistas de la era dorada del cool y el bebop como Dizzy Gillespie, Max Roach, Nina Simone o Louis Armstrong.
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Fotograma de Soundtrack para un golpe de Estado (2024), de Johan Grimonprez
En el largometraje de Grimonprez, que dialoga inevitablemente con el otro gran trabajo sobre africanismo en este año, Dahomey de Mati Diop, hay una implicación autoral de otra índole: ahí donde Shiori Itō, Basel y Yuval se exponen frente a cámara, Grimonprez escombra los fragmentos del pasado africano y en particular del Congo, sin olvidar que este funcionó antes como brutal colonia de Bélgica, país del realizador, reordenando materiales de varias procedencias en un frenético relato coral, musical y abiertamente militante. En los tres casos, incluso sumando el extraordinario trabajo de Mati Diop soslayado por los Oscar, se trata de diálogos vigentes y conscientes con las raíces mismas del cine documental que cuestionan saludablemente la función de la mirada, de la autoría de las imágenes y su relación con la realidad, sujeta esta última a un perpetuo debate: las imágenes documentales ¿son vitrina, espejo o vidrio deformante para observar lo que está del otro lado?