En marzo pasado se cumplieron 75 años desde que Alexandre Astruc publicara “La teoría de autor” en la revista parisina L’Ecran Français. Siete décadas y media son pocos años si se miden contra el tiempo de desarrollo de una disciplina artística, pero muchos si se comparan con el desarrollo del cine como técnica y lenguaje; es casi el doble del tiempo que vivió Van Gogh y también es el lapso que separa a los primeros largometrajes a color del lanzamiento de Netflix. En aquel texto de posguerra, cuando el cine brotaba en las fisuras que las vanguardias abrían ante la imposición del Plan Marshall, que tanto contribuyó a la hegemonía global de Hollywood, Astruc escribía: “Es imposible dejar de ver que en el cine está a punto de ocurrir algo. Corremos el peligro de volvernos ciegos ante esta producción rutinaria que perpetúa, año tras año, un rostro inmóvil en el que lo insólito, lo nuevo, no tiene espacio”. Era 1948.
Mientras el resto del ensayo pervive hoy como un documento histórico que alterna ingenuidad y lucidez predictiva, esas palabras permanecen como una profecía perpetua, vigente a tres cuartos de siglo de distancia. El cine sigue siendo una suerte de presente congelado, tiempo esculpido en piedra –“música sólida”, dijo Goethe de la arquitectura– en donde anida la subversión de lo nuevo. Un destello, un vistazo a las formas en que el futuro nos recordará. ¿Qué es lo que escapa al rostro inmóvil y rutinario descrito por Astruc? ¿Qué forma adopta hoy el cine del futuro? Continuamos la revisión de aquellas películas que, en 2023, ensayaron posibles respuestas a esa interrogante.
Pobres criaturas, séptimo largometraje del griego Yorgos Lanthimos, adapta la novela excéntrica de Alasdair Gray en un meticuloso ejercicio de estilo teatral que, a diferencia de otras películas rodadas por Lanthimos en inglés, tiene alma, sentido del humor, libido, coherencia formal, discursiva y, en suma, algo que decir por encima del manierismo barroco de sus imágenes. El peregrinaje picaresco de Bella Baxter (Emma Stone) por la Europa del XIX y el instinto libertario que la lleva a escapar del yugo de un hombre tras otro es la mejor película de su director desde su fulgurante etapa en Grecia (Kinetta, Canino, Alps: los suplantadores). La decisión de delegar el guion en otras manos –desde La favorita (2018)– ha jugado a su favor, en tanto Lanthimos es más sólido como estilista que como narrador. Pobres criaturas alcanza, al fin, el balance de los polos y se mueve con vida propia.
El cine alemán tuvo entre sus notas más altas el notable incendio encapsulado en Cielo rojo, del crecientemente ineludible Christian Petzold. A partir de una metáfora triple –un bosque en llamas, el deseo reprimido, el bloqueo creativo de un novelista– el cineasta renano encierra a dos parejas jóvenes y un editor maduro en una casa de campo veraniega mientras cada uno lidia con su propia inseguridad y las trabas para comunicar sus deseos a los demás. Cielo rojo es un alarde de pasiones silenciadas que refina el minimalismo expresivo habitual en su director. Nuevamente hace girar en torno al personaje de Paula Beer las masculinidades quebradas y confundidas del resto del elenco. El resultado es un crescendo de notable autocontrol e intensidad.
La otra nota alta del cine germano fue el regreso de Wim Wenders a Japón, en donde hace cuatro décadas rodó los documentales Tokio-Ga (1985) y Notas sobre ropas y ciudades (1989). Aquello inició para Wenders una impredecible, prolongada e irregular etapa de rodajes internacionales que entre varios descalabros tuvo notas tan altas como París, Texas (1984), Buena Vista Social Club (1998) o El amigo americano (1987). Días perfectos está a la altura de aquellas. Su retrato del Sr. Hirayama (Koji Yakusho), un intendente de baños públicos en Tokio, recuerda en algo a los burócratas parcos e invisibles de Akira Kurosawa (Ikiru, 1952), que se entregan a tareas rutinarias y anónimas con la entrega impecable de un samurái o una ceremonia del té. El desdoblamiento del personaje es un discreto milagro de narrativa sensorial: comienza en un mutismo estricto, totalmente observacional, hasta alcanzar notas de desgarro y ternura humanista en el último tramo, todo ello cruzado por canciones de Lou Reed, Patti Smith, Donovan o The Animals de intenso aroma crepuscular.
Otra coproducción oriental, Vidas pasadas, de la surcoreana migrada a Nueva York Celine Song, sirve para reafirmar varias tendencias globales: la habilidad del poder suave de Seúl para incidir en las industrias culturales occidentales mediante productos tan comerciales como premiables, así como el vigor y la diversidad de las cinematografías asiáticas en la década actual, en varios aspectos más estimulantes que las europeas del mismo período. Exhibida a inicios de 2023 en las competencias de Sundance y Berlín, la película de Song no oculta sus ansias por optar a premios norteamericanos, pero lo hace con inteligencia emotiva, sensibilidad y una meditación sobre la identidad asiático-americana a través de un triángulo romántico muy bien ejecutado. Otras cintas notables de este año incluyen la vuelta al ruedo de Hayao Mizayaki (El niño y la garza) con una suma de sus tropos, temas y personajes púberes habituales en otro relato de crecimiento, pérdida y maternidades ausentes con la calidad habitual.
La otra aspitante europea a premios del establishment estadounidense es la Palma de Oro de este año, Anatomía de una caída, de la normanda Justine Triet, un thriller psicológico cuya raíz está en la tradición del drama judicial: jurados, abogados, veredictos y testigos bajo juramento. Su mayor acierto –entre varios– está en no invitar a la audiencia a dirimir su propio juicio moral para dictar sentencia, sino en empantanarse en una ambigua zona de grises en donde la culpabilidad o la inocencia de la acusada (Sandra Hüller) resulta menos relevante que los matices del caso. Aunque insuficiente para la altura del premio mayor de Cannes, la película de Triet funciona bien como ejercicio autoral, misterio policial y tragedia intimista al mismo tiempo.
La mezcla de tradiciones del cine europeo y anglosajón también puede explorarse en la coproducción franco-americana Pasajes, octavo filme del oriundo de Memphis Ira Sachs, que presenta un triángulo amoroso más crudo que el de Celine Song. Un relato breve y honesto de narcisismo, libertad, cariño y arrepentimiento en el que el sexo –filmado con claridad y sinceridad– es siempre un vehículo para expiar emociones soterradas y silenciadas.
Como la de Astruc, otra profecía de hace exactamente un siglo (1924) fue recuperada recién por el académico Paul Fairie en un hilo de Twitter: “desde el punto de vista del naturalismo, las películas dentro de cien años semejarán tanto a las personas vivas o a los objetos existentes que la audiencia, desde sus asientos, no será capaz de distinguir entre las películas y la realidad”. Aunque el fragmento carga con la inocencia naíf habitual en los futuristas de inicios del siglo pasado, es también un sólido argumento para pensar nuestra relación con las imágenes generadas artificialmente, el montaje, la demagogia informativa, las noticias falsas y, por supuesto, con el cine documental, que este año en América Latina mostró una salud robusta en la que destacan El eco de Tatiana Huezo –comentado previamente en “Intermedio”–, Retratos fantasmas del brasileño Kleber Mendonça Filho y, especialmente, La memoria infinita de la chilena Maite Alberdi (El agente topo, 2020), que la reafirma como una de las cineastas imprescindibles del documental presente y futuro en la región.
20 películas destacadas de 2023 (segunda parte):
Pobres criaturas
Yorgos Lanthimos|Irlanda-Reino Unido
Días perfectos
Wim Wenders|Japón-Alemania
Cielo rojo
Christian Petzold|Alemania
La memoria infinita
Maite Alberdi|Chile
Los que se quedan
Alexander Payne|Estados Unidos
Vidas pasadas
Celine Song|Corea del Sur-Estados Unidos
Cerrar los ojos
Víctor Erice|España
El niño y la garza
Hayao Miyazaki|Japón
Anatomía de una caída
Justine Triet|Francia
Los delincuentes