El mundo anglosajón, que a finales del siglo XVIII cubría, por vía colonialista, más de la mitad de los territorios conocidos, seguía siendo legalmente esclavista en el momento en que se publicó La interesante narración de la vida de Olaudah Equiano (1789), y lo seguiría siendo por varias décadas. El libro, un popular bestseller de sus días, se presentaba como el primer recuento autobiográfico escrito de primera mano por un esclavo liberado, educado a sí mismo y activista del abolicionismo. Según su relato, Equiano nació en Nigeria, fue vendido como esclavo en plantaciones caribeñas y atravesó penurias dantescas antes de comprar su libertad por 40 libras y alfabetizarse.
No es difícil intuir que el libro, que tuvo ocho ediciones en siete años, dos traducciones y amplia popularidad, fue un objeto de consumo dentro de la población angloparlante alfabetizada de profesiones liberales de finales del XVIII, que es otra forma de decir: blanca en incontestable mayoría. Alabada por su autenticidad, crudeza y excepcionalidad como testimonio de la negritud esclavizada, la memoir de Equiano tuvo que esperar unos tres siglos para ser cuestionada con lupa y descubrir que, con alta probabilidad, su autor había nacido en Carolina del Sur y el recuento de su origen africano y comercio marítimo era, en buena medida, imaginario. Poco importaba. Unos siglos atrás el volumen ya había dado buenas ganancias a editores blancos, comerciantes de libros –también blancos– y satisfecho el morbo de numerosos lectores… blancos.
La historia universal de las narrativas de negritud y su redituable comercio librero –o televisivo, o cinematográfico– atraviesa títulos conocidos como La cabaña del tío Tom –de la protestante de Connecticut Harriet Beecher Stowe– o Narración de la vida de Sojourner Truth –dictada por ella, aunque comercializada por sus editores de Boston, sin que la identidad racial como producto de consumo haya sido puesta en tela de juicio. Solo en décadas recientes, posteriores al movimiento por los derechos civiles, al auge de la academia poscolonial o a testimonios abiertamente militantes como Notes of a Native Son (James Baldwin, 1955) o el ensayo Algún día escribiré sobre África (Binyavanga Wainaina, 2005) han incentivado debates públicos sobre las narrativas de marcado rasgo identitario y las implicaciones de su comercio. Hoy parece evidente que un libro de Colson Whitehead o Chimamanda Ngozi tendría una ventaja comparativa en el mercado –condicionada, claro, a que su temática gire en torno a la raza como un problema–, pero esa popularidad suele evadir la cuestión de que la industria editorial que los cobija sigue siendo, financiera y directivamente, blanca.
A inicios del presente siglo apareció, en una editorial universitaria de la Costa Este, Erasure de Percival Everett, a la sombra del éxito de Push (Sapphire, 1996) y sus controversias por reavivar el consumo de novelas de ghetto. La novela de Everett –un académico literario nacido en Georgia de padre militar– bien podría pasar por autoficción, pero ese error solo confirmaría aquello que denuncia: la avidez del mercado literario y cinematográfico por absorber experiencias identitarias auténticas (sic) para satisfacer el exotismo de consumidores blancos, urbanos de clase media en la búsqueda constante de expiar un poco de culpa racial mediante la conmoción ante vidas miserables mientras éstas se encuentren en un libro hard cover, no en la banqueta por donde caminan.
Ficción estadounidense (American Fiction, 2023), ópera prima del guionista televisivo Cord Jefferson (The Good Place, Watchmen), adaptó la novela de Everett pensando en una audiencia norteamericana que, veinte años después de la publicación original, tiene una relación muy distinta con las supremacías blancas y el racismo estructural. Después del movimiento Black Lives Matter el debate público sobre la raza parecería más honesto pero, en un país que se encamina a un segundo mandato de Donald Trump, también más hipócrita.
Thelonious “Monk” Ellison, profesor universitario de literatura afroamericana, pasa un mal momento. Lleva tiempo sin publicar una novela, sin acercarse a la familia de la que huyó en Massachusetts, sin una relación estable y sin disfrutar el trabajo. Como persona de color dedicada a examinar la identidad racial en el aula, le cuesta caminar erguido en medio de las exigencias del revisionismo woke: en el mismo día, una alumna –blanca– lo acusa de insensibilidad ante el uso de la palabra nigger en un cuento de Flannery O’Connor; más tarde, su editor le recrimina haber escrito sobre Los persas de Esquilo y no sobre “su experiencia como hombre negro”. Y estalla.
Suspendido de su cátedra, Thelonious vuelve a la Ítaca familiar para encontrar lo mismo que dejó: una madre con signos de Alzheimer, el recuerdo de un padre suicida y dos hermanos que le reprochan su alejamiento. Resentido contra la literatura que mercantiliza clichés sobre la negritud para vender ejemplares por millar –a diferencia de sus novelas, que no se venden–, dedica su tiempo libre a una especie de performance furioso: escribe una autoficción –falsa– de estilo burdo sobre exconvictos y raperos, la titula My Pafology y la envía a editoriales bajo un seudónimo que huele a delincuencia juvenil en el South Bronx. La respuesta: aceptan el nuevo título (Fuck), le ofrecen un millón de dólares de adelanto, otro millón por los derechos cinematográficos y la posibilidad de ser reconocido, por primera vez, como un “auténtico escritor afroamericano”. Monk ve validada su negritud en la esfera pública. Solo tenía que satisfacer aquello que el mercado blanco quería consumir.
Jefferson toma la novela de Everett aligerando su formato experimental e incrementando el énfasis de la adaptación cinematográfica en la trama, quizá para aumentar la acidez y la ironía de lo autorreferencial: el libro es una novela cuyo tema es la escritura identitaria y la película se concentra, en su segunda mitad, en su problemática –por hipócrita– adaptación al cine, en la cual Thelonious termina vendiendo su alma para así, paradójicamente, recobrar su libertad personal. El giro está bien resuelto. Pero a pesar de algunos momentos logrados, genuinamente emotivos, y un puñado de diálogos punzantes, Ficción estadounidense muestra una tibia distancia entre sus combativas intenciones y el suave resultado en pantalla, que oscila entre el sketch, el melodrama doméstico y la comedia televisiva, con dosis descafeinadas del humor cínico y agrio de su fuente literaria.
Entre risa y risa, a ratos emerge la sensación de que Jefferson y el estudio productor –Amazon– se arriesgan a ser juez y parte de aquello que la película denuncia. Luego llega la incómoda intuición de que lo saben bien, pero lo ignoran porque los Oscar están a la vista. Cuando a finales del siglo pasado se hablaba del “supermercado de las sectas” para referir el auge de numerosas corrientes espirituales de nuevo cuño, el tema de fondo no era las crisis de la fe sino su adscripción al mercado de valores. Tres décadas después ese mall parece haber vaciado los estantes de nuevos evangelios para llenarlos con identidades comunitarias que puedan ser comercializadas por marcas del gran capital, incluso cuando el resultado interese por mérito propio: Barbie (2023) o Pantera negra: Wakanda por siempre (2022) deberían bastar como ejemplo. Si bien Ficción estadounidense no está en el mismo rango de rentabilidad, cabría preguntar por el interés de la compañía de Jeff Bezos en producirla y promoverla con tesón en las premiaciones norteamericanas.
Considerando que la escena climática transcurre en una premiación en donde Ellison recibe un premio por una novela que satiriza a su gente, que escribió por despecho y vendió por lucro, que el único Oscar logrado por la cinta fuera el de mejor guion adaptado termina por acentuar la ironía del asunto, considerando que era la única ficción sobre afroamericanos en toda la ceremonia y difícilmente una de las favoritas. Cabe preguntar si la habitual hipocresía de sus votantes es tan miope para no detectar el humor involuntario: ¿les habría gustado tanto si el proyecto quedara en manos de, digamos, Spike Lee o Raoul Peck? La culpa, en todo caso, no es de Ficción estadounidense, una comedia ligera, aceptablemente inteligente, bien intencionada y moderadamente crítica que compensa su tibieza con un sólido ensamble actoral. Habría que preguntarnos mejor, como audiencia, cuán dispuestos estamos a consumir narrativas identitarias que se publicitan como críticas, pero que en realidad replican el marketing de Olaudah Equiano o La cabaña del tío Tom algunos siglos después.