Un viejo chiste cruel de la industria indica que a cada crisis profunda en el cine nacional la sucede un Nuevo Cine Mexicano –con rigurosas y honorables mayúsculas– cuyo auge precede, invariablemente, a una crisis más dramática que la anterior. Desde 1936-39, cuando el cine hecho en México estabilizó por primera vez un piso firme de audiencias y exhibidores, así como una diversificación incipiente de géneros, la profecía se ha cumplido con un ritmo relativamente constante marcado por dos compases invariables como la muerte: los vaivenes inflacionarios del peso y los finales de sexenio. En ambos sentidos, puede decirse que el cine mexicano ha sido una moneda de cambio volátil e incierta.
Los festivales de cine sobrevivientes a la pandemia han tenido en sus ediciones más recientes el interés involuntario de funcionar como termómetro para evaluar y comparar propuestas filmadas, posproducidas y en algunos casos escritas durante el confinamiento, sorteando mareas como el incremento de costos por las rigurosas pruebas de antígeno, rodajes suspendidos por contagios o el riesgo de filmar en espacios cerrados, con unidades de rodaje numerosas o con adultos mayores en el elenco. También sin maquillaje elaborado ni pruebas de vestuario, por aquello del contacto y la distancia. Se pensaría que semejantes condiciones de trabajo impulsarían el auge de un cine austero y mínimo, filmado en espacios abiertos con equipos reducidos, sonido directo y no más de tres personas en pantalla en cada plano.
Para medir, desde esas limitantes, la brecha de medios de producción entre películas producidas en México durante 2021 y estrenadas en el reciente Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) basta comparar a la poliédrica e hiperquinética Bardo: falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro G. Iñárritu, 2022), casi una ampliación a Broadway de las ideas de Rubén Gámez (La fórmula secreta, 1965), con el estimulante minimalismo sensorial de dos galardonadas de la competencia oficial: El norte sobre el vacío (Alejandra Márquez Abella, 2022) y Manto de gemas (Natalia López Gallardo, 2022). Ambas dialogan en lenguajes propios y sólidos con códigos del cine rural, el western, el melodrama familiar o la narcoviolencia sin acomodarse en ninguno de sus laureles.
A la escasez de medios físicos se imponen notables ejercicios en la forma: mientras El norte sobre el vacío presenta un vibrante cuadro coral de personajes vivos que nos convencen en minutos de estar asistiendo a una reunión familiar, Manto de gemas recorre una senda de orfebrería cuidadosa, piezas que se acomodan por goteo hasta formar paisajes emocionales completos que se guardan hasta el último minuto de metraje para estallar y acomodarse.
Tanto la desbordada y millonaria fantasía de González Iñárritu como los dramas a cielo abierto de Márquez Abella y López Gallardo permiten especular sobre el futuro inmediato del cine mexicano, que se encamina hacia otro cambio de administración pública, ya superada la contingencia sanitaria. Lo primero es siempre relevante en una cinematografía que –como todas las latinoamericanas– cultivó durante décadas una dependencia excesiva de los recursos públicos; lo segundo importa por el maremoto aún en proceso que cambió radicalmente nuestro panorama de exhibición, distribución y flujo de ingresos de las producciones –devorado por plataformas trasnacionales como Netflix (Bardo) o Amazon (El norte sobre el vacío)–, así como los hábitos de visionado de audiencias que, por otra parte, son al mismo tiempo más diversas en su demografía pero más homogéneas, impacientes y menos críticas.
Una mención final merece la emocionante y etérea Malintzin 17, largo póstumo del imprescindible Eugenio Polgovsky, concluido por su hermana, la artista Mara Polgovsky. No abundan en el cine mexicano ejemplos de cine póstumo con valor estético. Quizás habría que volver hasta la odisea atropellada de ¡Que viva México! (Serguéi Eisenstein, 1932), estrenada unos treinta años después de la muerte de su autor, para encontrar en México esas raras aves que son el cine post mortem. Malintzin 17 tiene además la particularidad de –tal vez– no haber sido filmada con miras a su exhibición en salas, sino como registro íntimo de asombros ante lo cotidiano: la curiosidad innata de una hija, la incubación de un nido entre cables de luz, los chispazos de vida anónima desde la ventana de un departamento cualquiera. El resultado es un ejercicio único en su tipo que hila pacientemente la emotividad de los afectos con cuestionamientos lúcidos sobre la autoría, la mirada personal y la propiedad afectiva de las imágenes.