A diferencia de tantas creencias y cosmovisiones del folclor precristiano, que en el pasado jugaron roles sociales cotidianos y terminaron por desaparecer, el totemismo es uno de los escasos sistemas de creencias paganas que persisten en la modernidad gracias, en buena medida, al interés de Sigmund Freud por estudiarlo como una analogía de los núcleos familiares y sus dinámicas.
De acuerdo con este sistema, un tótem es un símbolo –a veces un animal, un objeto o, de forma simbólica, un niño o una niña– que condensa la identidad pasada y futura de un grupo humano: tribus, familias, clanes, linajes. De esta forma un evento “totémico” constituye un ritual que involucra a todos los miembros de ese clan en un rito de transición o cambio. En el pasado, estos rituales adoptaban los usos del animismo, pero tanto el psicoanálisis como la antropología encontraron equivalencias en bodas, bautizos, velorios, cumpleaños o las ceremonias que marcan el fin de la infancia y el umbral de la madurez. Todas ellas refuerzan el sentido de pertenencia a un clan y marcan un cambio profundo para uno o varios de sus integrantes.
Sin mención explícita a lo anterior salvo por el título, en Tótem (2023), segundo y premiado largometraje de Lila Avilés, todas esas ideas respiran despojadas de teoría o solemnidad, con la espontaneidad luminosa y la capacidad de asombro de la mirada infantil. Sol (Naima Sentíes) tiene siete años y es hija de Tonatiuh –que también significa Sol, pero en náhuatl–, un artista plástico con cáncer en etapa avanzada. Aunque no viven con él, Sol y su madre Lucía (Iazua Larios) lo visitan para festejar su probable último cumpleaños. Con ese motivo la familia extendida y los amigos de Tona (el novelista Mateo García Elizondo, nieto simultáneo de García Márquez y Salvador Elizondo) se reúnen para celebrar un ritual que no podría describirse con ninguna palabra precisa: un funeral anticipado que es también la celebración de una vida, una despedida y, para algunos, un mecanismo de defensa para evadir lo inevitable.
El psicoanálisis otorga un papel relevante a la psique infantil en el totemismo: la compleja creencia de los niños en que basta pensar algo con suficiente fuerza para que los deseos se cumplan, por improbables que sean. Esta creencia persiste en numerosas formas: la oración, las mandas, el pensamiento mágico, cruzar los dedos –un gesto de origen pagano– o soplar las velas de un pastel con los ojos cerrados. En Tótem el guion escrito por Avilés utiliza este tópico para trazar un arco narrativo profundamente emocional: en los primeros minutos, Sol le confiesa a su mamá que su deseo para ese día es “que mi papá no se muera”; más tarde es la propia Sol quien apagará las velas del pastel de Tona con el mismo deseo en la mente y la mirada.
La cultura popular mexicana se cuenta entre aquellas en que el sincretismo espiritual sucede no como un choque de culturas ni un enfrentamiento, sino una mezcla cotidiana de antropología y jolgorio. Lila Avilés entiende esto de forma profunda y cristalina. En la familia mexicana de clase media que habita la casa-colmena de Tótem la convivencia entre lo sagrado y profano sucede en cotidianidad amorosa. Durante la preparación del cumpleaños, mientras Sol se pasea casi invisible de cuarto en cuarto, recorremos con ella diferentes formas de lidiar con la muerte, el pasado y la tristeza: limpias chamánicas, amuletos, sesiones de meditación, discursos encendidos sobre la identidad prehispánica. En el enjambre de vidas que Tótem nos invita a habitar desde sus primeros minutos, humanos y animales forman parte del mismo ecosistema: aves que sobrevuelan la casa, mantis religiosas, peces dorados encerrados en bolsas, abejas, orugas.
La vida bulle en cada habitación todo el tiempo, excepto en una que está al fondo como un tabú en penumbras: ahí duerme Tonatiuh bajo el cuidado de la enfermera Cruz (Teresa Sánchez), única integrante no sanguínea del clan y, en varios momentos, la única mirada lúcida frente al inminente desenlace de la enfermedad. Durante la mayor parte del metraje Sol, que está despojada de la presencia materna y paterna, pasea en libertad por las diferentes vidas adultas que se agitan en torno suyo, como un sistema solar que diera sentido a su nombre. En todo el día que abarca el relato, solo Cruz y la niña aluden a la muerte por su nombre, en dos momentos en los que el espectador tiene la sensación de poner los pies en tierra. El resto del metraje la sensación conseguida por el montaje es la de la percepción del tiempo en la infancia, cuando los días no fluyen en horas sino en sensaciones, detalles y cambios de atmósfera.
A diferencia de su ópera prima, La camarista (2018), en donde la soledad de los espacios vacíos se llenaba con la presencia de un personaje y su silencio, en los espacios domésticos de Tótem, reducidos y abigarrados, la vida brota y se condensa en un mosaico de capas en apariencia caóticas, pero desplegadas en un arco emocional calculado con destreza. El delicado montaje de Omar Guzmán –con mayor experiencia en edición de documentales– y la cámara de Diego Tenorio (La paloma y el lobo, 2019) logran integrar en un solo flujo narrativo a más de diez personajes, dándole a cada uno su propio ritmo de respiración, latido y atmósfera en el relato, de modo que al cambiar la perspectiva entre diferentes personajes se respira en un aire, una luz y una velocidad distintas. La cualidad más perdurable de Tótem quizá sea la ligereza con la que vuela en torno a temas oscuros y personajes quebrados o vencidos, el amor con que los acerca al espectador y su voluntad de evidenciar la belleza que persiste en situaciones opresivas.
Ganadora de un inusual combo de tres premios principales en el Festival de Morelia (película, directora y público), así como del Premio del Jurado Ecuménico en Berlín, entre otra decena de premios hasta el momento, Tótem es un ave peculiar en medio de géneros tan poblados en el cine mexicano como el melodrama intimista o el drama coral sobre familias. Su atención está en el detalle de lo mínimo, lo invisible y lo pequeño antes que en los resortes dramáticos o el juicio social. Por ello en los días después de verla el recuerdo que persiste es el de sensaciones, texturas, instantes y emociones, más que el de un relato tradicional o secuencias cronológicas. Se parece a los recuerdos impresionistas que guardamos de la infancia, y en esa cualidad única, vaporosa y entrañable radica la dimensión y la honestidad de Lila Avilés como cineasta.