16 de agosto de 2017

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Una anomalía: ‘Los caifanes’

La versión restaurada de ‘Los caifanes’ (1966), de Juan Ibáñez, se exhibe en la Cineteca Nacional. Una película mexicana como ninguna otra

Sergio Huidobro | miércoles, 16 de noviembre de 2022

Fotograma de 'Los caifanes' (1966), de Juan Ibáñez

La ciudad se llamaba Distrito Federal aunque los románticos, como cualquier otro enamorado, le inventaban sobrenombres tiernos para esconderle las carencias: el defectuoso, el ombligo de la luna, la región más transparente. Había nacido a la vez derruida y majestuosa. Tiempo atrás, un viajero inglés la había descrito en cartas como Ciudad de los Palacios, aunque un siglo después sus templos de culto estaban lejos de la aristocracia: el Salón México y la cantina del Tío Pepe, los giros negros de Peralvillo y los burdeles de ficheras de Izazaga, la cantina La Vaquita, el Tenampa de Garibaldi, la Arena México y el Salón París de Santa María en donde –dicen– cantaba en otro tiempo José Alfredo.

En todo arte existen piezas que nacen ya siendo síntoma, como premonición de un deslave inminente y quien vuelve hoy a Los caifanes (Juan Ibáñez, 1966) lo hace como testigo de tres apariciones: el de la juventud inmediatamente anterior al movimiento estudiantil, Avándaro y Canoa; el de una ciudad todavía embriagada por las promesas –ya decadentes– de la modernidad alemanista y, entre líneas, el de un cine independiente inédito en el panorama industrial del México de medio siglo. El ímpetu juvenil iba a quedar lastimado y rengueante por el Halconazo de 1971; la ciudad, desmoronada por el terremoto de 1985 y el cine, aplastado por una larga sucesión de devaluaciones, luchadores, desidia, ficheras y crisis sexenales. Pero el Capitán Gato, el Azteca, el Mazacote y el Estilos estaban ahí para capturarlo todo en un último viaje panorámico fuera del mundo, hasta el centro de la pérfida y nocturna Aztlán.

En la primera mitad de los años sesenta, el otrora boyante cine industrial de los estudios mexicanos iba aceptando finalmente su flaqueza y comenzaba a hablar de su esplendor en pasado, suspirando por una supuesta Época de Oro que, en el suspiro, llevaba más mito que historia. Entre 1960 y 1965, algunos cineastas de pocas nostalgias como Roberto Gavaldón (Días de otoño, 1963) o Servando González (Yanco, 1960) intentaban rutas distintas para sacudir géneros tradicionales como el melodrama o el costumbrismo rural, pero en el panorama general de las pantallas, solo el faro descomunal y solitario de Luis Buñuel (El ángel exterminador, 1962) parecía estar tomando a la modernidad mexicana por los cuernos.

Los caifanes

Fotograma de Los caifanes (1966), de Juan Ibáñez

Se ha escrito mucho sobre las razones de fondo que animaron al Sindicato de Trabajadores de la Industria (STIC) a impulsar ideas como el I Concurso de Cine Experimental (1965, ganado por La fórmula secreta de Rubén Gámez) o el concurso de guión convocado por el Banco Cinematográfico y que premió a Los caifanes, el argumento de Carlos Fuentes y Juan Ibáñez, con la filmación del proyecto en 35 mm y en condiciones de relativa solvencia, aunque la más relevante sería la de ninguna intervención gubernamental en modificaciones al guion ni al corte final.

Fuera de ese espaldarazo institucional, Los caifanes no puede explicarse sin el clima cultural de las cooperativas cinematográficas y las productoras independientes. Cinematográfica Marte, una de las más interesantes en ese panorama, estaba dirigida por dos veinteañeros y herederos de familias fundamentales para el cine de décadas precedentes: Mauricio Walerstein y Juan Fernando Pérez Gavilán. Visto con 55 años de distancia, el reparto de Los caifanes es una de sus decisiones creativas más interesantes: como la pareja de clase alta, Ibáñez –un creador de sangre escénica, más que fílmica– eligió a Julissa y Enrique Álvarez Félix; ella, hija de Rita Macedo e hijastra del propio Carlos Fuentes; él, único y trágico hijo de la mismísima Doña. Ambos, de alguna forma, encarnaban a cachorros de buena cuna cinematográfica dentro y fuera del relato.

Mientras, los caifanes llevan la cara de egresados prodigio del nuevo teatro universitario (el CUT se había fundado tres años antes): Sergio Jiménez, Ernesto Gómez Cruz y Eduardo López Rojas. Completando el cuadro, y quizá como imán de taquilla para la chaviza politizada, Óscar Chávez, el cuarto mosquetero. Un viaje al fin de la noche en donde los hijos acaudalados del moribundo cine industrial son conducidos al inframundo urbano por cuatro mecánicos tiernos y machines, Virgilios del asfalto que sueltan albures con labia de poetas gongorinos.

En retrospectiva, Los caifanes resurge restaurada como una de las anomalías más afortunadas de un cine como el mexicano que, históricamente, fracasa al retratar juventudes y adolescencias sin moralismos ni afectaciones. En el linaje vitalista y subversivo hay poca compañía, quizá la efervescencia posterremoto de Un toke de roc (Sergio García Michel, 1988), De veras me atrapaste (Gerardo Pardo Neira, 1985), ¿Cómo ves? (Paul Leduc, 1986) o incluso Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001) para escuchar ecos reconocibles del espíritu caifán, pero ninguna de ellas replica ni la vena lírica, el tono fársico ni la hondura sociológica de la película de Ibáñez, que no pudo haberse hecho en ningún otro momento por nadie más, ni en ninguna otra noche de juerga en ninguna otra ciudad.

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