Aunque en apariencia sean dos géneros distantes y distintos, afanados en satisfacer necesidades opuestas de aquello que buscamos en un relato, la ciencia ficción y la comedia romántica comparten un territorio común de nuestra psique cinéfila: la proyección de deseos, temores, aspiraciones o ansiedades colectivas al relacionarnos con aquello que consideramos el otro.
Bajo la apariencia engañosa de una melancólica comedia de enredos situada en el futuro próximo, El hombre perfecto (2021), cuarto largometraje dirigido por la también –y más conocida como– actriz y guionista Maria Schrader, así como su primer proyecto posterior a la interesante miniserie Poco ortodoxa (2020), reúne y desarma una buena cantidad de tópicos tanto de la ciencia ficción como de la rom-com para diagnosticar varias de nuestras neurosis: el distanciamiento afectivo, las expectativas proyectadas sobre lo romántico –incluyendo el sexo casual–, así como la complicada tensión entre la alienación virtual y la dependencia emocional hacia las mismas tecnologías.
El personaje principal, Alma (Maren Eggert, presencia reconocible para los entusiastas de la hermética Angela Schanelec), es una mezcla curiosa de pasiones controladas y frialdad intelectual. Su pasión profesional es la poesía amorosa escrita en tablillas acadias, sumerias y fenicias, que investiga con rigor para el Museo de Pérgamo de Berlín; fuera de ahí, maneja con soltura una vida solitaria que incluye la separación reciente de un colega y la vigilancia constante de su padre, recién diagnosticado con demencia senil.
Con el único fin –aparente– de asegurar la continuidad de sus investigaciones arqueológicas, Alma acepta un curioso freelance: ser la compañera de prueba de Tom, un modelo beta de androide humanizado cuya meta es ajustar su algoritmo a las necesidades sexoafectivas de ella. Al cabo de tres semanas, según promete la empresa, el atractivo robot (extraordinario Dan Stevens, conocido por el culebrón aristocrático Downton Abbey) deberá ser el compañero ideal para Alma o, en caso contrario, será devuelto a la fábrica y eliminado.
No es la originalidad lo que lleva adelante la premisa de El hombre perfecto –que tiene tanta ascendencia en Blade Runner (1982) como en Ella (2013), Las esposas de Stepford (1975) o Me enamoré de un maniquí (1987)–, sino la ligerísima habilidad del guion de Maria Schrader y Jan Schomburg para construir un futuro que resulta tan verosímil, detallado y habitable como la vida interior de sus personajes. Una vez establecidas las reglas de ese mundo durante los primeros diez –brillantes– minutos, estamos tan dispuestos a creer lo que nos propone que, a partir de ahí, nos permite concentrarnos en su verdadero núcleo: las delicadas capas de humanidad de sus personajes. Y sí, eso incluye al robot.
Las trazas de humor rara vez están planteadas en forma de gag o chiste visual. En lugar de eso, Tom demuestra que puede hacerse pasar por humano al entrar a una cafetería y ordenar un latte personalizado hasta el ridículo, exactamente como lo haría cualquier humano real… en Starbucks. El talento más disfrutable de Schrader está en el guionismo, que ha ejercido por décadas en complicidad con otras directoras como Doris Dörrie (¿Soy linda?, 1998; Nadie me quiere, 1994), Margarethe von Trotta (La calle de las rosas, 2003) o Agnieszka Holland (En la oscuridad, 2011). El hombre perfecto parte de un relato corto de la alemana Emma Braslavsky para explorar no tanto el futuro como posibilidad o distopía sino como una variación levemente alegórica de lo que ya somos: una tribu que adoptó los soportes tecnológicos y la máscara de las comunidades virtuales como extensión de su propia disfunción emocional y comunicativa.
El hombre perfecto es una de las sorpresas más agradables de la ciencia ficción europea en años recientes. Despojada de toda pirotecnia visual y despreocupada por dibujar el futuro a través del diseño o de efectos digitales –los dos apartados que envejecen más rápido en cualquier sci-fi–, es una fábula sobre inteligencia artificial cuyo acierto más disfrutable es que, en todo momento, los impredecibles mecanismos humanos interesan más que los robóticos.