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14/11/2024

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Creo en América: la ‘Megalópolis’ de Coppola

Sergio Huidobro analiza el último proyecto, desmesurado y extravagante, de uno de los grandes nombres del cine estadounidense

Sergio Huidobro | miércoles, 23 de octubre de 2024

Fotograma de ‘Megalópolis’ (2024), de Francis Ford Coppola. © American Zoetrope

Roma no se construyó en un día, dice un refrán de raíz latina (Roma non fuit una die condita) que algunos atribuyen a Marco Tulio Cicerón y otros al vox populi romano. La frase, en cualquier caso, habrá tenido más de un sentido para Cicerón, que en el siglo I a.C. intuía que, si el Imperio se había levantado durante centurias, su desmoronamiento y su decadencia podrían estar ocurriendo ya durante su vida, tan agónicos y prolongados que nadie habría reparado en ello. La muerte de los imperios es tan lenta y silenciosa que ni el síntoma de enfermedad ni el último suspiro despiertan las alarmas, sino el olor a carne verde que se desprende del cuerpo agusanado.

Una de las primeras alertas de la grieta que transformó a la República en Imperio no fue, como se piensa, el cristianismo, sino la conjura y la rebelión que enfrentaron al propio Cicerón con el senador Lucio Catilina. Extensa y majestuosa como era, Roma estaba herida de muerte, sin que la apasionada oratoria ciceroniana bastara para convencer al pueblo del derrumbe que se avecinaba. A la manera marxista en que la historia sucede primero como tragedia y después como farsa, ese pasaje de la historia precristiana es el marco general de la insólita paráfrasis pretendida por Francis Ford Coppola en Megalópolis (2024), vigésimo cuarto largometraje –y, según lo sugerido, coda testamentaria– del enfant terrible de Detroit.

Cesar Catilina (Adam Driver), que amalgama en el nombre al patriarca y al subversivo, científico y urbanista, se enfrenta a un proyecto megalómano cuyas consecuencias son imposibles de prever: la demolición y el rediseño de una supuesta capital imperial llamada Megalópolis –idéntica a Manhattan– en un futuro indefinido o pasado intemporal en el que conviven satélites soviéticos, carreras de cuadrigas, transmisiones de televisión análoga y cortes de pelo de patricio romano. Catilina, que como su homólogo romano ha sido acusado y procesado por cargos que podrían ser falsos, se enfrenta al alcalde Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito), cuya hija, Julia (Nathalie Emmanuel), deviene interés amoroso del primero para disgusto del segundo: un caldo de Shakespeare con telenovelas.

Megalópolis

Adam Driver en Megalópolis (2024), de Francis Ford Coppola. © American Zoetrope

En la órbita de la disputa se agitan otros personajes que simulan homólogos romanos: está Clodio (Shia LaBeouf), una especie de drag sociópata que lleva el nombre del emperador romano y también del padrastro incestuoso de Hamlet. Después está el esposo de su amante y tía, Hamilton Crassus III (Jon Voight), que lleva el nombre del founding father estadounidense y también del político y magnate que se unió a Catilina –el real– en su conjura.

En el centro de la fabulación está un elemento indefinible, el megalon, una especie de aleación o elemento químico que, sin explicación mediante, serviría lo mismo para fabricar vestidos invisibles que edificios indestructibles o, si uno posee el don adecuado, para detener el tiempo a voluntad. En ello hay, por supuesto, ecos de la piedra filosofal, del Picatrix medieval –aquel talismán derivado de la alquimia– o de una ensalada de mitos que van de Fausto a Prometeo o, de forma menos oblicua, a Howard Roark, el mesiánico arquitecto de El manantial (1943), la novela de Ayn Rand sobre falos hiperbólicos construidos como rascacielos. En la película de Coppola conviven –o intentan convivir– todos esos flujos, densamente intelectuales, sin llegar a decir nada claro ni a cuajar en ideas firmes, solo como evocaciones azarosas, ilógicas o ilegibles, arbitrarias, planas en recursos expresivos o bordeando el ridículo en el resultado.

A pesar de ello –en ocasiones gracias a ello– Megalópolis cultiva un magnetismo que obliga a mirarla con atención, como si un genio en plena ebriedad lanzara balbuceos lastimosos detrás de los cuales se alcanzara a intuir que se esconden ideas revolucionarias, ocultas entre el eructo y el hipo. Los destellos de genio en Megalópolis son escasos e intermitentes, pero existen y avasallan, incluso si quedan rebasados por largos segmentos de patetismo, recursos desgarbados o ejecuciones torpes, arrítmicas, huecas. Uno de los distanciamientos que la cinta impone entre diégesis y espectadores es la extrañeza en el tono actoral, que podría ser descrito como el de una película coral en la que la mitad del elenco parece habitar una cinta de Laurence Olivier y la otra una de Ed Wood librando, unos y otros, la lastimosa tarea de imitar el rango interpretativo del bando opuesto.

Megalópolis

Gianfranco Esposito en ‘Megalópolis’ (2024), de Francis Ford Coppola. © American Zoetrope

En la gestación y el resultado de un proyecto como Megalópolis, que incluso en sus múltiples niveles de fracaso es fascinante observar, se escucha el eco del Coppola joven cuya megalomanía creativa pateó reiteradamente el tablero de juego de la industria estadounidense: el que pactó con la dictadura de Ferdinand Marcos usando su arsenal militar con equipo de filmación; el que pretendió construir una sala inmensa en el centro de Utah, que se dedicaría a exhibir Apocalipsis ahora (1979) una y otra vez si nadie aceptaba distribuirla; el que apostó con Paramount que el estudio le daría una limusina si El padrino ganaba 50 millones de dólares (ganó más de 130 y él, el auto prometido); el que recibió dos Palmas de Oro, cinco premios Oscar y convirtió a American Zoetrope en uno de los epicentros de la producción independiente, todo antes de cumplir cuarenta.

Megalópolis se gestó en lapsos intermitentes durante unos cuarenta años, desde que Francis Ford Coppola la mencionó como un proyecto en curso durante la inauguración de la escuela cubana de cine en San Antonio de los Baños. En aquel momento atravesaba una buena racha creativa que incluía La ley de la calle (1983), Cotton Club (1984) –otra que terminaría por estrellarlo financieramente– o el accidentado Capitán EO (1986), coproducido con Disney y Michael Jackson. En las décadas siguientes, los nombres de Paul Newman, Robert De Niro o Leonardo DiCaprio sobrevolaron la idea, que estuvo a punto de concretarse antes de que los ataques del 11-S congelaran casi definitivamente sus visiones dantescas sobre demoler Nueva York para reconstruirla.

Para un cineasta acostumbrado a desdoblarse y proyectar su ambición desmesurada en personajes de dimensión fáustica, derrumbados por su propia ambición –Vito Corleone, Walter Kurtz, el capitán Willard, Preston Tucker, “Creo en América, América hizo mi fortuna…”–, en Cesar Catilina, con todo su pobre desarrollo, desconcertante rango actoral y humor involuntario, late la sinceridad de una confesión crepuscular, una declaración de intenciones que mezcla ingenuidad con amargura, honestidad con performance, autolesión con autoengaño.

Megalópolis

Fotograma de ‘Megalópolis’ (2024), de Francis Ford Coppola. © American Zoetrope

Coppola, que en sus obras mayores insistió reiteradamente en anteponer el nombre del autor a la obra –Mario Puzo’s The Godfather, John Grisham’s The Rainmaker, Bram Stoker’s Dracula, con la interesante excepción de Joseph Conrad y El corazón de las tinieblas–, muestra por primera vez en los créditos iniciales su nombre antes del título: Francis Ford Coppola’s Megalopolis: A Fable, reza el letrero sobre mármol. Hay soberbia en el asunto, sí, pero también la declaración transparente de un artista que presenta una obra –más que nunca en su carrera– eminentemente suya y se responsabiliza por ella. Desconcertante y deforme como es, Megalópolis semeja un dinosaurio que brota de pronto en un tiempo en que las utopías hace tiempo fracasaron. La paráfrasis imaginaria que intenta de Estados Unidos como Roma en decadencia tiene tanto de utopía como de distopía, es La Nueva Atlántida de Bacon pero también Un mundo feliz de Huxley, y es una pena que una idea planteada de forma tan sugerente no esté desarrollada con competencia y permanezca como balbuceos irregulares entre, seguramente, numerosas revisiones y tratamientos de guion apuntando en direcciones contrapuestas.

La Megalópolis que vemos hoy, estrenada en mayo en el Festival de Cannes, ayer en el Festival de Morelia, y que llega ahora a salas mexicanas, parece hablarnos desde un pasado anacrónico, mirando hacia un futuro –nuestro presente– que nunca llegó o no se parece lo suficiente a nuestro entorno como para reconocernos en él. Se ve, se siente como si Coppola la hubiera hubiera hecho hace cuarenta años, según soñó, en su día hubiera sido innovadora y hubiera envejecido terriblemente mal. La mole incompleta o semiderruida que es Megalópolis estará siempre a la vista como uno más entre los grandes proyectos de dimensión desmesurada emprendida por grandes autores en sus años de madurez (de la Avaricia de Stroheim o El otro lado del viento de Welles al Don Quijote de Gilliam, la lista es larga), que nacen desvencijados tras largas y sostenidas luchas contra el sistema de estudios, el azar o las quiebras financieras.

Que Megalópolis existe, pese a todo ello, representa una suerte de victoria semiamarga para Francis Ford Coppola: un artista de casi noventa años de edad que, con el viento en contra y habiendo perdido buena parte de su fuerza creativa, se mantiene firme en la realización de una visión desmesurada y personal. Que el barco haya llegado a puerto finalmente en una industria como la estadounidense, abocada hoy en día al desprecio sistemático de los autores, la originalidad o la libertad creativa, dejará una marca más profunda, quizá, que la película misma. No es poca cosa.

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