16 de agosto de 2017

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18/04/2025

Cine/TV

‘Grand Tour’ y el artificio alegre

Llega a MUBI una de las películas más singulares de los últimos años; Sergio Huidobro revisa el octavo largometraje de Miguel Gomes

Sergio Huidobro | miércoles, 16 de abril de 2025

Fotograma de ‘Grand Tour’ (2024), de Miguel Gomes. Cortesía de MUBI

Tiene su gracia que el primer testimonio de un grand tour, ese viaje iniciático por Europa continental para los hombres jóvenes de la aristocracia imperial británica, fuera escrito por un cura católico que no renegaba de los placeres de la estética, y quizá de ningún otro. Cuando Richard Lassels acuñó el término hacia finales del siglo XVII en su peculiar memoria de viajes –una mezcla de guía Lonely Planet con el espíritu de La carga del hombre blanco, el poema colonial de Rudyard Kipling–, los imperios británico, francés o belga comenzaban a imponerse ya sobre las agonizantes colonias españolas y portuguesas, que no tardarían en liberarse. Por tanto, cuando los jóvenes militares o burgueses de Gran Bretaña emprendían esas largas excursiones por imperios anteriores o sus propias tierras de conquista, lo hacían con una refinada ingenuidad que no tardaba en derivar en franca cursilería, que por cada excepción de la estatura de Lord Byron contaba cientos, quizá miles de testimonios de viaje afectados, manieristas y simplones.

Nada de esto escapa al humor y la ironía melancólica de Grand Tour (2024), octavo largometraje en dos décadas del lisboeta Miguel Gomes (1972), estrenado en la competencia oficial del 77 Festival de Cannes y deudor inevitable del estilo metaliterario, artificioso y felizmente anacrónico del también director de Tabú (2012) o la trilogía Las mil y una noches (2015). Edward (Gonçalo Waddington) y Molly (Crista Alfaite), con todo y sus arquetípicos nombres ingleses, casi parodiados de Forster o Somerset Maugham, son una pareja de prometidos –él diplomático del Imperio, ella dama en edad casadera– en 1918. Son los meses finales de la Primera Guerra Mundial y los imperios parecen todavía una realidad estable. Lo inestable es, en todo caso, la decencia de Edward, quien a punto de desposar a Molly y tras una serie de juergas y encuentros casi oníricos decide escapar a Asia sin explicación mediante.

Indispuesta para encarnar el arquetipo de la quedada en el altar, Molly, con una personalidad excéntrica, casi infantil, y una risa impertinente que algo recuerda al Mozart de Amadeus (1984), emprende por medios propios la búsqueda del consorte por lugares que ya no existen como Siam (hoy Tailandia) o Birmania (hoy Myanmar) y otros que parecen existir desde que el mundo es mundo: Bangkok, Shanghái, Mandalay, Sichuan o el Tíbet. No sabemos –quizá ni ella sabe– si está buscando a Edward por amor, para pedir explicaciones o para vengarse, pero la firmeza de su propósito se convierte pronto en el motor de una road movie (el género heredero de los grand tour) como ninguna otra.

Miguel Gomes

Fotograma de Grand Tour (2024), de Miguel Gomes. Cortesía de MUBI

En un alegre artificio que Gomes emplea con acidez poscolonial, todos los personajes británicos hablan portugués, mientras que todos los nativos que encuentran por el camino –incluyendo a la narradora en off– hablan la lengua que deberían hablar. Según transcurre la aventura la persecución del consorte fugitivo se diluye y cede el protagonismo a Molly, que se revela como un personaje más interesante que su propósito inicial. Conforme ella ocupa el centro gravitacional, Grand Tour empieza a desmontar el colonialismo inherente de su argumento para alcanzar una dimensión existencial, contemplativa, que termina por emparentarla más con Apocalipsis ahora que con los ingenuos viajeros del romanticismo. La última secuencia, trágica y liberadora, se reserva una transgresión para el último minuto que cuestiona, una vez más, la naturaleza del relato al que acabamos de asistir.

Como en los grandes relatos de viaje desde Homero hasta ayer, en Grand Tour importan menos los puntos de partida o llegada que las transformaciones, encuentros o cambios que registra el recorrido. En su constante diálogo entre las formas narrativas literarias y los lenguajes audiovisuales del pasado, Miguel Gomes ha acuñado un estilo inimitable para evidenciar los artificios del cine de época –o del cine a secas– sin distanciar intelectual ni emocionalmente a su público, como quizás haría un Greenaway. Así, la travesía de Edward y Molly incorpora una serie de rupturas que a primera vista resultan desconcertantes –como el intercalado de escenografías teatrales con imágenes evidentemente contemporáneas de celulares o automóviles– pero que se integran eficazmente a un mismo flujo de ilusionismo que algo tiene de asombro infantil, pero también del cine embrionario a inicios del siglo XX, cuando un tren llegando a la estación bastaba para atizar el asombro.

Miguel Gomes

Fotograma de Grand Tour (2024), de Miguel Gomes. Cortesía de MUBI

El mejor truco de magia al que invita Gomes es la noción de verosimilitud. Ya fuera por limitaciones presupuestarias, acicates creativos o la larga pausa impuesta por el confinamiento sanitario un lustro atrás, el rodaje y los procesos creativos de Grand Tour terminaron por definir esta vibrante y original forma fílmica –que no se puede describir a detalle sin estropear sus sorpresas– en modos tan imprevistos como sus viajeros protagónicos: durante la mayor parte del metraje asistimos a recreaciones en foros de filmación de la vieja escuela, en estudios cerrados de Lisboa y Roma, mientras los exteriores fueron dirigidos por Gomes a distancia –medio planeta de distancia– desde Portugal, con tres operadores de cámara afincados en Asia: el tailandés Sayombu Mukdeeprom, el chino Guo Liang y el portugués Rui Pocas.

Entre un material y otro, capturado en blanco y negro, asistimos a retazos de color en 16mm filmados por el propio Gomes cinco años atrás, durante un viaje en las semanas inmediatamente anteriores a la pandemia global. La virtuosa fluidez entre materiales de tres procedencias funciona como algo más que un ejercicio milagroso de montaje: es, también, un acto de magia heredado por pioneros del ilusionismo como Méliès, Marcel L’Herbier o Segundo de Chomón.

Grand Tour es una película tan suntuosa como lo requiere el cine de época, aunque su voluptuosidad no provenga de los mismos códigos con los que habría trabajado, sobre temas similares, un David Lean (Pasaje a la India, 1984) o la dupla Ivory-Merchant (Shakespeare Wallah, 1965), en tanto Miguel Gomes establece una relación distinta entre el espectador, su imaginación y el propio cine como truco de ilusionismo. Pero quizá su logro perdurable sea que en medio de todo ello se las arregla para resultar divertida, tierna, impredecible y emocionante. Una de las obras mayores a atender en el año en curso.

Miguel Gomes

Fotograma de Grand Tour (2024), de Miguel Gomes. Cortesía de MUBI

Con la presente entrega “Intermedio cumple cuatro años de publicación (casi) ininterrumpida. El agradecimiento para quienes lo leen, medido en palabras, sería siempre insuficiente. Diría el clásico: “Algunos siguen hasta hoy. Gracias… totales.

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