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Cine/TV

‘Nomadland’ y ‘Minari’: las raíces y la tierra

En esta entrega de «Intermedio», Sergio Huidobro pone a dialogar los trabajos más recientes de los cineastas Chloé Zhao y Lee Isaac Cheung

Sergio Huidobro | miércoles, 21 de abril de 2021

Fotograma de 'Nomadland', de Chloé Zhao

Hace varias crisis y algunas décadas, el poeta Charles Olson describió el que para él es el nudo enraizado de la identidad americana: la relación entre el individuo, la tierra que posee y el paisaje que observa mientras crece. Olson escribió en Llámenme Ismael (1947) que la angustia de la escritura estadounidense está en la actitud vital que se ejerce frente a la extensión gigante, casi infinita, de una geografía inexplorada y en constante descubrimiento. Norteamérica sigue siendo un relato de exploración desde los pioneros puritanos hasta los nómadas de camper o los migrantes asiáticos del siglo XXI. Para sobrevivir “algunos individuos cabalgan un espacio como ese; otros, tienen que aferrarse al suelo como estacas. Poe se clavó. Melville se lanzó al viento. Ésas son las alternativas”.

A su manera, los dos géneros fundacionales del cine estadounidense son vainas que germinaron de esas semillas: de un lado el western, parábola del forastero que conquista su porción de tierra con la ley en la mano –una casita de suburbio, un rancho, la comandancia de un pueblito texano o la parcelita de tierra cultivable como la que habita la familia de Minari (2020)–; del otro, la road movie como alegoría de esa geografía salvaje e inabarcable que embrujaba a Olson y a cada explorador desde el capitán Ahab hasta John Wayne o Fern, la protagonista de Nomadland (2020).

El trayecto de ambas historias es un viaje a la semilla. En la dirigida por Lee Isaac Cheung una abuela coreana trasplantada a la Arkansas de la era Reagan lleva en la bolsa semillas de minari, una planta asiática de gusto fuerte que muere rápido en su primera siembra, pero se vuelve más fuerte con cada nuevo brote en tanto se aclimata al nuevo terreno y lo absorbe mejor. En la película de Chloé Zhao el proceso inverso es el desprendimiento por despojo, la huida, el encuentro con otros en quienes puede reconocerse y, finalmente, el regreso a la tumba de la vida difunta: un pueblo de Arkansas vuelto fantasma por la burbuja inmobiliaria de 2008; una crisis que cuarteó los cimientos ideológicos de lo que implica la propiedad privada de un inmueble.

Minari

Fotograma de Minari, de Lee Isaac Chung

No es menor ni anecdótico que ambas tradiciones narrativas –la del colono que echa raíces, la del nómada que cabalga hacia el horizonte– se hayan construido bajo la mirada de self-made Americans como John Ford, George Stevens, Clint Eastwood o Dennis Hopper. Tampoco que las películas que aquí nos ocupan estén dirigidas por una mujer china que creció en Pekín hasta los quince (Zhao) y un nacido en Denver de ascendencia surcoreana (Cheung), este último dirigiendo en la lengua de sus padres.

Un ejercicio paralelo para observar ambas películas, que compiten hombro a hombro en varias categorías de los pandémicos premios Oscar, es comparar la forma en que los códigos del cine estadounidense fueron absorbidos y procesados por sus cineastas, hábiles al navegar la corriente abierta tanto por Parásitos (2019) como por la publicitada apuesta de la Academia por la diversidad étnica, en este caso las dos culturas asiáticas con mayor peso económico. Que una sea autobiográfica y la otra esté basada en un libro-reportaje abonan a esa sensación: la de lo verosímil y lo testimonial como sinónimo de calidad o suficiencia artística, un paradigma que habría que cuestionar con más frecuencia.

Tanto Minari como Nomadland enmarcan la resiliencia de sus personajes en entornos adversos: la presidencia redneck de Ronald Reagan y la recesión financiera de la década pasada. Sin embargo, a pesar de situarse en entornos rurales del centro de Norteamérica y en estados como Arkansas (Minari) y Dakota del Sur (Nomadland) ganados por Donald Trump con más del 60% de votos en las elecciones pasadas, la hostilidad republicana queda siempre fuera de cuadro. Los dramas que consumen las esperanzas de Fern (Frances McDormand) y la familia Yi son predominantemente internos. En la película de Cheung incluso el vecino ultraevangélico interpretado por Will Patton termina por ser encantador, mientras que en el recorrido de Fern por Dakota, Arizona y Nevada cada persona que se cruza en su camino parece un votante potencial de Obama, Biden o Bernie Sanders.

Nomadland

Fotograma de Nomadland, de Chloé Zhao

¿Es esta una forma elegante de despolitizar relatos de migración o despojo? No necesariamente. Después de todo, Cheung y Zhao parecen confiar lo suficiente en el criterio y madurez de sus audiencias como para no tener que explicarles obviedades: que compartir comida es bueno y trabajar en Amazon, malo. Sin embargo, es interesante pensar a Minari y Nomadland como dos de las últimas cintas producidas por el ala izquierda de Hollywood apenas unos meses antes de la pandemia global, en el último tramo de la presidencia de Trump y la emergencia del nacionalismo blanco.

Vistas bajo esa luz –involuntaria a las películas, pero inevitable como síntoma– el optimismo que desprenden en torno a la integración étnica como una mera labor de amor y voluntad, o la visión de la América profunda como un territorio de sanación solidaria y compasiva, pueden parecer ligeramente ingenuos y, al mismo tiempo, “necesarias”, de acuerdo con el léxico de quienes buscan en el arte la satisfacción emocional de agendas propias. Siguiendo la metáfora de Olson, Minari es un relato sobre una raíz en busca de tierra, y Nomadland sobre un roble despojado de suelo.

En una dimensión humana e íntima, más modesta que las revoluciones pero más efectiva como espacio de empatía, está la idea de comunidad que se desprende de ambas cintas. Mientras los migrantes coreanos buscan escapar de la masa urbana y con ello, dicen, de la iglesia coreana, terminan por encontrar en la congregación evangélica de Arkansas un nuevo centro para su vida social; en otra región, treinta años después, Fern se lanza a la carretera una vez que la planta de producción industrial –ese otro centro comunitario para los poblados rurales del Midwest americano– colapsa, engullendo a su entorno en el camino.

Ni una ni otra son propuestas iconoclastas en el fondo ni en la forma. Ambas, cada una a su manera, buscan cultivar un espacio seguro para un nicho de mercado amplio: aquel que busca el envoltorio de un cine premiable sin renunciar a las emociones directas de un crowd pleaser. Después de todo sus cineastas han firmado ya contratos para dirigir producciones titánicas, Cheung la adaptación de un manga, Zhao una película más de la factoría Marvel. Una y otro parecen haber encontrado, en el Hollywood de los grandes presupuestos, un terruño propio para habitar.

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