Si uno avanza por Los Ángeles hacia el norte, pasando el centro, los estudios y el observatorio, podría atravesar el Valle de San Fernando sin distinguirlo de otros suburbios metropolitanos llenos de casas de una planta, gasolineras, supermercados y diners. Es cierto que las calles evocan momentos lejanos de E.T. o París, Texas, filmadas ahí hace cuatro décadas, pero por lo demás el valle, con sus calles de cuadrícula perfecta entre Santa Mónica y Santa Clarita, más que un suburbio angelino es cualquier otro suburbio con más prosperidad que sorpresas y más semáforos que sabor local.
Por eso es necesario haber nacido siendo Paul Thomas Anderson y haber crecido ahí para llegar a los cincuenta con la mirada madura y la memoria lúcida que convenzan a cualquiera de que las tiendas y autopistas de San Fernando en el verano de 1973 –cuando Harvey Milk iniciaba su campaña, Nixon se ahogaba en Watergate y Bowie lanzaba Aladdin Sane– fueron el centro del mundo. El noveno largometraje de Anderson, Licorice Pizza (2021), es una pieza memoriosa y afectiva que se hace una vez durante una vida y precisa ser realizada en la golden hour de una filmografía, cuando el artista todavía alcanza a distinguir el sabor de su propia adolescencia sin impostarla ni juzgarla bajo el peso de la madurez.
Licorice Pizza tiene a dos protagonistas y a un director-guionista que resistió la tentación de confesarse o biografiarse a través de ellos. Gary (Cooper Hoffman) y Alana (Alana Haim) tienen 15 y 25 años, pero en cuanto se conocen en la escuela intentan mostrar al otro una versión idealizada y madura de su propia inexperiencia: ella lo llama “niño” y lo reprende por preguntarle su edad “a una dama”; él menciona las películas en las que trabajó como actor infantil como gancho para invitarla a cenar a un restaurante de maderas oscuras en donde ambos desencajan sin advertirlo como niños que juegan, con dinero real, a ser sus propios padres.
Esas primeras secuencias resumen el vital espíritu de la película, un homenaje amoroso a la ingenuidad juvenil sin condescendencia ni manuales de idealismo. A lo largo de varios meses e intentos en falso por aceptar que se gustan, Alana y Gary recorren como en viñetas sus propias versiones del sueño americano: él, quien a los quince ya vive una carrera actoral de bajada, invierte en negocios efímeros como las maquinitas del recién legalizado pinball o las innovadoras camas de agua, mientras ella intenta acercarse a hombres mayores que la conecten con los estudios del cercano pero inalcanzable Hollywood, solo para ser acosada. El mal trago la conduce al idealismo inocente de las campañas políticas –quizá en un guiño a Taxi Driver–, sólo para terminar decepcionada dos veces.
Tanto Alana como Gary son envueltos por maremotos que no entienden. Gary, quien ve oportunidades de negocio por doquier pero nunca entiende sus fracasos, apuesta todo por colchones sintéticos justo cuando la OPEP cimbra los precios del petróleo; para sortear la mala racha, él cree que basta con usar poca gasolina –en una secuencia hilarante– pero fracasa pues ignora que los polímeros para sus camas están hechos de… petróleo. Mientras tanto, Alana se ve una y otra vez atrapada en situaciones más incómodas que la anterior con William Holden (Sean Penn), un asistente de Barbara Streisand idéntico a Kris Kristofferson (Bradley Cooper) y un candidato que se presume progresista (Benny Safdie) pero usa a Alana para esconder su homosexualidad.
Aunque vista de lejos Licorice Pizza parece tomar una desviación amable y popular de los temas habituales de Paul Thomas Anderson, en realidad se trata de una reelaboración vigorosa, tierna y fresca de personajes a los que ha observado y descrito por más de dos décadas. La imagen que mejor los describe es la de Ícaro en caída libre, con las alas calcinadas por la ambición artística (Boogie Nights, 1997; El hilo fantasma, 2017) o por el hambre irracional de éxito, ya sea en la figura perversa del gurú (The Master, 2012; el patético life coach de Magnolia, 1999; o el mecenas criminal en Hard Eight, 1996) o el capitalista petrolero (Petróleo sangriento, 2007).
El artista o emprendedor, en las películas de Anderson, suele terminar devorado por la maquinaria de una industria voraz o por la desmesura de sus propias ambiciones, pero en medio de estos Sísifos enloquecidos hay otros solitarios tiernos y excéntricos como Barry (Adam Sandler) en Embriagado de amor (2002), Stanley (Jeremy Blackman) –el niño genio de Magnolia– o los protagonistas de Licorice Pizza. Si Paul Thomas Anderson sobrevivió el impulso de su generación (aquella que despegó con el cine indie, Sundance y el VHS a inicios de los noventa) para madurar como uno de los autores indispensables del cine estadounidense es, entre otras virtudes, por su capacidad para mudar constantemente de registro sin que los personajes aquí descritos dejen de ser el centro humano de gravedad de sus películas. Licorice Pizza no se limita a ser una evidencia más sino una de sus mejores.