Como todas las narrativas sobre la fundación de culturas ancestrales, en el western todo surge como si se supiera, desde siempre, parte de un mito originario: hombres y mujeres, fronteras y caminos, cantinas y condados. Los grandes cultos suelen nacer en el desierto, desde Egipto y el cristianismo hasta Dunas y los Skywalker, pero también John Wayne y la teología del cowboy. Así, en todo el cine del Oeste estadounidense trasluce una dimensión casi bíblica: la conquista del desierto, las familias pioneras que lo cruzan a caballo, las tierras prometidas, una especie de Génesis o una fundación mítica con el vaquero como guía protector y los fuereños –forajidos, nativos, prófugos o mexicanos– como amenazas perennes. Una especie de Antiguo Testamento de la identidad estadounidense.
Por eso la imagen de John Wayne en el marco de la puerta, internándose a solas en la planicie al final de Más corazón que odio (1956), es menos la de un hombre saliendo de su casa que la de un patriarca entrando en la eternidad. Estados Unidos, primera civilización global que nació huérfana de textos sagrados o pasados ancestrales tuvo que inventar para sí esa genealogía ancestral y desértica de masculinidades de piedra, tan bragadas que sometían a la naturaleza misma. No es casual tampoco que todo western canónico, de El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915) a Los asesinos de la luna (Martin Scorsese, 2023), construya sus tensiones –y su idea de lo viril– en torno a las fronteras: nosotros o los otros, los de aquí o los de afuera.
Pero la hombría suele ser el otro territorio en disputa, y ése es un rancho amenazado no por los indios de piel roja sino por el homoerotismo subterráneo que persiste en el western desde sus inicios. Extraña forma de vida (2023), mediometraje de Pedro Almodóvar estrenado en el pasado Festival de Cannes, absorbe con habilidad buena parte de este ethos de hombrías desérticas para filtrarlo con el tamiz personal de su director, una identidad visual y argumental tan reconocible que, a estas alturas, podría deslizarse hacia el pastiche de sí mismo, pero que en este cuento de vaqueros encuentra una variación interesante y, a la vez, un marco ideal para deshacer las masculinidades asociadas al cine del Oeste. El director manchego, como Kelly Reichardt (First Cow, 2019) o Jane Campion (El poder del perro, 2021), cabalga consciente de que la soledad de las planicies ya no es territorio exclusivo de la épica sino de intimidades silenciosas en las que los hombres a solas se permiten, al fin, ser humanos.
Sus protagonistas son Jake (Ethan Hawke), alguacil soltero y solitario en el pueblo fronterizo en el que ha vivido siempre, y Silva (Pedro Pascal), quien regresa al condado tras 25 años de haberse ido y cuya ascendencia mexicana podemos intuir por su correcta pronunciación de “México”, pero sobre todo por el número de vírgenes guadalupanas que rodean su cama.
Jake y Silva fueron amantes décadas atrás, sin las arrugas empolvadas ni las manos resecas que tienen ahora, cuando jugaban al semental adolescente en el mismo pueblo que, de forma melodramática y lorquiana se llama Bitter Creek (Arroyo Amargo). El guion escueto, en tres actos breves escritos por el mismo Almodóvar, abarca tres días en que los amantes, ahora en sus cincuenta, se reencuentran y pasan una noche en cama para amanecer revelando sus verdaderas intenciones, relacionadas con una traición, dos o tres muertes, un hijo prófugo y una deuda de honor amparada en una promesa. Aunque el deseo físico persiste y carga olores de algo parecido al afecto, para ambos cowboys ese anhelo está empantanado en una telaraña de obligaciones personales: con la familia, la ley, el honor, la honra de los muertos y, en suma, con el sentido del deber hacia los suyos, que parece irreconciliable pues el de Jake implica hacer pagar al hijo que Silva busca proteger.
Tras una dilatada obra de más de veinte largometrajes en cuarenta años, Pedro Almodóvar parece haber encontrado en los cortometrajes de gama alta (éste es producido por Saint Laurent y diseñado por Anthony Vaccarello) una ventana para explorar divertimentos temáticos (como La voz humana, de 2020, su adaptación del monólogo de Cocteau) y sacarse al fin la vieja espina de dirigir en inglés, sin el peso en los hombros que implicaría un largometraje.
No es secreto ni novedad que a partir de Todo sobre mi madre (1999) y, sobre todo, Hable con ella (2002) el cine de Almodóvar constituye una espiral de variaciones sobre el pasado personal y la posibilidad de saldar cuentas con la memoria individual y colectiva. De La mala educación (2004) a Dolor y gloria (2019), pasando por Volver (2006), Julieta (2016) o Madres paralelas (2021), los personajes escritos por Almodóvar en este siglo constituyen puntas de iceberg que, debajo del agua, se sostienen por el peso de dolores viejos, remordimientos y cuentas pendientes. Extraña forma de vida intenta una variación en miniatura del mismo tema que si bien se siente insuficiente y apenas bosquejada por la brevedad del metraje, tiene un piso firme que sus protagonistas se encargan de sostener a través de detalles fugaces: miradas, entonaciones de voz, sonrisas, manos, silencios.
Extraña forma de vida es la décima colaboración entre Pedro Almodóvar y el veterano fotógrafo José Luis Alcaine, y aunque dista de ser un trabajo narrativo perfecto muestra una sabiduría conjunta y serena en el trabajo de cámara, el bloqueo espacial de los planos, su duración y las variaciones de la luz que solo sucede cuando la mirada de dos artistas apunta en la misma dirección y llevan en la cabeza la misma película. El desierto andaluz de Tabernas, en Almería, solía ser el escenario habitual de Sergio Leone o Clint Eastwood, un detalle que no se escapa a los observadores atentos que reconozcan algunas citas visuales, escondidas con elegancia. Almodóvar y Alcaine se entienden casi sin palabras y eso basta para equilibrar la elegancia de un lenguaje clásico con pinceladas disruptivas como una chamarra vaquera escandalosamente verde, inverosímil en cualquier otra película, pero inevitable aquí para recordarnos que estamos en manos de Almodóvar, Vaccarello y Saint Laurent.
Aunque se sienta irregular e inacabado, como el segundo o tercer boceto para un proyecto de mayor dimensión, los mejores minutos (de 31) de Extraña forma de vida encierran una intensidad transparente y palpable. Aunque el conjunto resulte más interesante para los incondicionales del director que para el resto, es imposible resistirse al magnetismo de sus detalles. Uno de ellos son los ojos verdes de Manu Ríos –verde Lorca, verde Vértigo– mientras canta el fado de Amalia Rodríguez que le da título; parece el inicio que Leone le habría dado a Érase una vez en el Oeste (1968) si hubiera filmado esa venganza con el corazón quebrado. Extraña forma de vida es un trabajo menor, sí, pero el trabajo menor de un autor total en una de las etapas más libres y diversas de su vida creativa.