Una antigua leyenda mixe, quizá modificada por el curso de las colonizaciones, cuenta la historia del rey Konkëy o Konduy, destinado a sembrar con su bastón el primer árbol de tule como símbolo de la resistencia de su pueblo contra un mal sin nombre anunciado por las profecías: hombres que llegan de lejos hablando en otra lengua, con armas de fuego y armaduras, que abren caminos en la naturaleza a punta de espada. Cinco siglos después el relato del rey guerrero, protector de la comunidad, persiste como cuento a veces infantil y a veces mitológico entre las comunidades del distrito mixe, en la región oaxaqueña de Sierra Norte, donde los invasores de fuego no dejan de acechar y, se dice, el mal va creciendo como parásito al amparo de la naturaleza, sus bosques, su agua y la tierra de sus cañadas.
Los escasos personajes recurrentes en Sanctorum (2019), sexto largometraje (incluyendo cuatro televisivos) del poblano Joshua Gil (1976), no tienen nombre propio, quizá porque encarnan más a presencias que a individuos: una madre (Nereyda Pérez) forzada a dejar a su hijo (Erwin Antonio Pérez) al cuidado de la abuela (Virgen Vázquez) cuando se incrementa el peligro en sus largas jornadas de trabajo, piscando cosechas de marihuana sembradas en lo profundo de los bosques serranos. La presencia del cartel local otorga cierta tranquilidad envenenada a la región, pero una escaramuza breve entre los cobradores de piso y una patrulla que se niega a pagar la cuota de tránsito eleva la tensión. Un día la madre no regresa a casa.
Como en la leyenda del rey Konduy, crece el rumor de violencia entre originarios e invasores. En la única escuela del lugar el maestro relata a sus alumnos las rebeliones magonistas. Una mañana, después de que quince personas amanecen calcinadas y apiladas después de que nosotros, únicos testigos, veamos la masacre a ojo de águila, en un desalmado y brillante plano secuencia, el maestro rural toma las armas. Un mal ancestral se agita entre los ríos, las cuevas y los árboles que cruzan las montañas. El niño, quizá ya huérfano, deambula por el bosque y la niebla llamando a gritos a la madre. Pero en esta batalla distinta a las leyendas no hay ningún rey que defienda a su pueblo. Los seres humanos, diminutos y anónimos frente al océano cósmico, están solos y desnudos frente a la maldad. La oscuridad, finalmente, devora a sus hijos.
No hay en la memoria del cine hecho en México ninguna tradición sostenida de cine de ficción que se enuncie desde la cosmogonía de los pueblos del sur del país y no desde la mirada centralista, paternal por tradición y antropológica por instinto. Después del desabrido intento filmado con prisa por Serguéi Eisenstein (El desastre en Oaxaca, 1931) quizás el registro más notable sea el trabajo de la cineasta comunitaria e istmeña Teófila Palafox, dispuesta siempre a doblar las líneas rectas de lo que entendemos por neutralidad documental. Solo en el siglo presente las ficciones del sur han llegado a constituir una presencia intermitente pero innegable: La negrada (2018), Carmín tropical (2014), Nudo mixteco (2021) o Finlandia (2021) forman al fin un cosmos suficiente de miradas autorales y diversidad narrativa. Entre las mencionadas, Sanctorum destaca por su sensible y original entendimiento de la transgresión y, a la vez, de las tradiciones vivas.
Sin pertenecer estricta ni culturalmente a la región que retrata, Joshua Gil parece haber concebido Sanctorum como un lienzo comunitario. Aunque cofotografiada y escrita por el propio director usando un magnífico despliegue de efectos digitales, la película nunca pierde la dimensión humana como centro de su tragedia, ni siquiera al expandir su alcance hasta lo cósmico. Ninguna de esas visiones, apabullantes y líricas a la vez, proviene del trillado simbolismo occidental para retratar la maldad como metáfora –por ejemplo, como enésima variación del realismo mágico–, sino de la propia cosmogonía serrana, lo cual hay que decir y aplaudir.
Hablada casi por completo en la variante norteña del mixe alto (ayuujk), la mayoría de las decisiones creativas durante el rodaje de Sanctorum están enfocadas, de una u otra forma, desde la comunidad. Filmar en dos municipios predominantemente mixes como Totontepec Villa de Morelos y Santa María Tlahuitoltepec, con una larga historia de resistencias que van desde la colonización ibérica hasta la persistencia autónoma de los usos y costumbres como forma de gobierno, así como su importante tradición de formación musical hacia las infancias –algo integrado creativamente al sonido mismo de la película– es, quizá, una vía posible para un cine comunitario que, finalmente, encuentre un diálogo estético que cuartee las paredes del centralismo.