La historia ocurre no dos sino tres veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa y, a veces, la tercera como cine. Karl Marx diagnosticó las dos primeras, haciendo paráfrasis de Hegel. Pero Marx no llegó a ver cine ni a enterarse de que, en las palabras futuras de Lenin, el cine sería “de entre todas las artes la más importante”. La tercera etapa no ha sido escrita ni dicha sino filmada, y es una idea que sobrevuela cada documental de Serguéi Loznitsa (Bielorrusia, 1964) con lucidez creciente.
En The Trial (процесс, 2018) y State Funeral (государственные похороны, 2019), estrenadas en las ediciones 75 y 76 del Festival de Venecia y disponibles actualmente en la plataforma MUBI, asistimos como fantasmas a dos rituales masivos a los cuales, sin embargo, no fuimos convocados. El primero es un juicio público ocurrido a finales de 1930 como ensayo general para las futuras purgas estalinistas. Los acusados eran un grupo de ingenieros; los cargos, pertenecer a una organización inexistente que habría organizado contra el Estado soviético un sabotaje industrial que no había ocurrido. Se confesaron culpables, dado que admitirlo mediante declaraciones prefabricadas era su única opción frente a la pena de muerte.
Como una secuela infame de aquello, State Funeral [Funeral de Estado] presenta sin palabras ni relato el monumental velorio y sepultura del cuerpo de Iósif Stalin en marzo de 1953. Desde el juicio a los ingenieros habían pasado más de dos décadas, una guerra mundial y un número de muertes atribuidas a sus purgas aún indeterminado, pero por consenso dantesco. El mapa de Europa había cambiado drásticamente por voluntad de Koba, el georgiano de hierro, y su funeral se ejecutó como un rito majestuoso, solemne y cursi que ocultaba que, en realidad, la tragedia había ocurrido en los treinta años previos en que había dominado la Unión Soviética.
Superadas las fases de tragedia y farsa, nos enfrentamos a la tercera: el registro. La imagen como testimonio, aunque no sea neutro; como relato, aunque sea parcial. The Trial [El juicio] y State Funeral completan un quinteto documental construido con paciencia de eremita a lo largo de quince años. Las anteceden Bloqueo (блокада, 2006), Mal de archivo (Представление , 2008) y El último imperio (событие, 2015). Todas reflexionan, formalmente, en torno al uso de archivos audiovisuales para reelaborar la memoria ruso-soviética. Reconstruyen días y períodos que marcaron quiebres en la vida pública del imperio eslavo, como el sitio de Leningrado, la intentona de golpe de Estado que desencadenó la Perestroika o el juicio y el funeral referidos.
En todos ellos Loznitsa y sus montadores (el lituano Danielius Kokanauskis, en las dos que aquí interesan) escarban en decenas de horas de cintas filmadas para limpiarlas, ordenarlas y presentar ejercicios meticulosos de montaje dialéctico (lo que Eisenstein llamó montaje de atracciones) en el cual los planos visuales, intercalados con grabaciones sonoras de época, se suceden uno a otro en relatos de flujo natural despojados de toda narración, voz en off, textos explicativos, cronologías o entrevistas. Igual que aquella escuela pionera del montaje soviético, sus documentales son corales, masivos, plurales, sin protagonistas y alejados conscientemente de la dimensión del individuo.
Al haberse formado en la Bielorrusia soviética desde la era espacial hasta el fin de la URSS, es natural que en Loznitsa –también formado, por cierto, como matemático– fermentaran las teorías de la imagen de Dziga Vértov, Lev Kuleshov, Artavazd Peleshyan o el propio Eisenstein en el siglo reciente. De acuerdo con éstas existen dos tipos de relación dialéctica en el montaje de cine: entre la imagen y el sonido y entre una imagen y otra. En la primera relación el sonido adquiere dimensión estética cuando no se limita a ilustrar lo que vemos sino a ampliar su significado; de acuerdo con la segunda, una imagen solo adquiere poder comunicativo cuando se engarza con la imagen que vimos antes y la que vemos después. De esta forma, a lo largo de un metraje los estímulos de imagen y sonido se construyen como una cadena de ADN o un tapiz.
El resultado es el flujo de tiempo fílmico, ampliamente descrito por Tarkovski pero mejor resumido por el propio Loznitsa: “[El tiempo fílmico] sólo existe mientras nos sumergimos de verdad en lo que estamos observando, sin atender a los estímulos del tiempo externo, al tiempo real”. En consecuencia, The Trial y State Funeral resultan experiencias inmersivas y directas que casi simulan el tiempo real. En ellas nos sentimos desnudos frente a imágenes igualmente desnudas: flotamos en la Historia cuando ésta, en un embrujo de montaje, parece suceder en la pantalla, sin artificio ni mediación.
Aunque naturalmente resulten más llamativas para los interesados en la historia soviética, tanto The Trial como State Funeral plantean argumentos urgentes sobre la posverdad contemporánea y los usos políticos de lo audiovisual, así como sus límites para manipular la verdad al diluirla, quizá inevitablemente, con la mentira / ficción / artificio / montaje. Viéndolas traje a la memoria algunos pasajes de Gulag (2003), el extenso estudio de Anne Applebaum que funciona como reverso ensayístico del Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn; coinciden en la angustia vital por no poder capturar (él) ni recobrar (ella) ningún registro fotográfico ni audiovisual como prueba física del terror estalinista. La conclusión que flota en las dos lecturas es que a partir de la invención de la imagen fotográfica –y, por extensión, fílmica– los únicos crímenes que el futuro acepta como reales son los que sucedieron frente a cámaras.
Por eso, quizá, la medida para evaluar los horrores del siglo sigue siendo la de los campos nazis, mientras que los de Stalin y los de Mao siguen sujetos a debate: no por un horror superior hacia los primeros, sino por haber sido filmados. En esa intuición terrible descansa el logro alcanzado por Serguéi Loznitsa, que parece guardar la fe en que a veces, si hablamos de memoria histórica, una imagen vale más que mil cadáveres.