Durante las décadas grises y oxidadas de la Guerra Fría, la frontera entre Austria y Rumania, cruce histórico entre Mitteleuropa, Asia menor y los Balcanes, fue una cerca que separaba las hegemonías. Ahí terminaba la psicosis occidental y empezaba la soviética. Pero si un viajante casual hubiera llegado a las llanuras vacías entre los Alpes y Transilvania no habría encontrado espías encubiertos, puestos militares ni bardas con pintas libertarias, sino el paisaje desvencijado y vacío de dos patios traseros por los que hace mucho no se para nadie.
Durante cuatro décadas la obra de Ulrich Seidl (Viena, 1952) ha registrado la vida íntima de esos páramos centroeuropeos con la paciencia clínica de un entomólogo y la rutina callada de un forense. Las fronteras –políticas, normativas, económicas, históricas, sociales– atraviesan su filmografía como latido. Tras dos décadas como documentalista especializado en la vida de parias disociados, marginales funcionales y migrantes diversos, el austriaco encontró en la ficción hiperrealista no una oposición al cine documental sino su extensión natural.
Con frecuencia en su cine, las rutas paralelas de la ficción y el testimonio se imbrican y solapan, con resultados inquietantes que nunca desechan su penetración sociológica en aras del escándalo gratuito. En Sparta (2022), su decimonoveno largometraje y octava ficción, la intención es la misma, aunque el resultado palidece a causa de varios problemas, dentro y fuera de la pantalla. Su protagonista, Ewald (Georg Friedrich; La gran libertad, 2021; Import/Export, 2007) es un soltero cuarentón austriaco cuya vida oscila entre su trabajo en una planta nuclear descarapelada, una opaca vida de pareja y las visitas a su padre (Hans-Michael Rehberg, veterano actor de Petersen o Von Trotta, fallecido tras el rodaje), un interno por aparente demencia senil cuyos únicos destellos de alegría vienen del recuerdo materno y la escucha de cánticos nazis en un celular.
Sparta es el estudio clínico de un personaje en la intimidad, similar a los emprendidos en su célebre trilogía Paraíso –Amor (2012), Fe (2012) y Esperanza (2013)– pero apuntado en una dirección menos compasiva o conciliadora, pues Ewald es muchas cosas mientras lo observamos –hijo, obrero, amante, hermano, soltero– pero en el centro es una: pedófilo. Sin ejercer abusos físicos, al menos en pantalla, vive asfixiado por su creciente incapacidad para controlar pulsiones pavorosas que emergen en cuanto se encuentra cerca de muchachos preadolescentes entre los que están los dos hijos de su pareja (Florentina Elena Pop), lo que orilla a terminar su relación.
En la segunda sección encontramos a Ewald transformado en una mezcla de neonazi y pandillero queer en la periferia rural y empobrecida de Satu Mare, en el norte rumano. Es una de esas regiones antes descritas, que no vieron su suerte cambiar con la disolución del régimen soviético, siendo absorbidas en cambio por la economía de desechos industriales, maquilas y como zona de tránsito ocasional para la migración hacia la zona Schengen. Como otros migrantes europeos en el cine de Seidl (Import/Export; Paraíso: amor; Safari, 2016), el torcido viaje del héroe dibuja una Europa falsamente unitaria en la cual los desplazamientos del primer al tercer mundo o al revés evidencian fronteras más profundas que las del mapa político.
Presentándose como profesor de judo, Ewald comienza a ejecutar un plan: remodelar una escuela abandonada para abrir Sparta, una academia de lucha grecorromana para niños violentados de las inmediaciones, ofreciendo una alternativa a sus entornos familiares, precarios y violentos, con la oportunidad de tomarles fotografías en trusa, bañarse con ellos o untarles bloqueador solar. Una mezcla del ogro filantrópico con el flautista de Hamelin. En ese momento debería despegar una de las películas más corrosivas e inteligentes en el corpus de Seidl: el improbable retrato de una bestia humana observada en varias dimensiones, explorando las consecuencias para su entorno y para él mismo, filmadas con buen pulso por un probable y atento lector de Thomas Bernhard o Elfriede Jelinek, paisanos suyos por pasaporte y por desarraigo.
Lamentablemente no es así. En Sparta prevalece una inestable tentación por presentar a Ewald como un antihéroe trágico, incomprendido o dominado por sus circunstancias: hijo de un padre con añoranzas nazis (que parece salido de su espléndido documental de 2014, En el sótano) en pugna constante por controlar la bestialidad de sus instintos –como si un pedófilo activo y un pedófilo en potencia fueran, en esencia, distintos– o como refugio de los niños rumanos frente al abandono cotidiano de sus familias.
En un par de secuencias, incómodas hasta el borde de lo que algunos considerarían tolerable, vemos a Ewald acariciar a un alumno dormido que se fugó de casa y buscó escondite con el profesor; antes, vimos a ese mismo niño sometido a un padre alcoholizado que lo obliga a matar, desangrar y curtir a un conejo para cimentar su masculinidad. En consecuencia, el rigor visceral del padre aparece como una amenaza mayor que vuelve tolerables las caricias del entrenador. Otra secuencia empuja más hacia el límite la incomodidad dentro y fuera de la pantalla: durante una ducha grupal después del entrenamiento, Ewald se quita el calzón y por un instante es palpable el desconcierto de los niños ante la aparición súbita de un pene adulto.
Es apenas un segundo, pero inevitablemente trae a cuenta la investigación publicada por Der Spiegel en septiembre pasado, afirmando que los padres no habrían sido informados sobre la naturaleza de ciertas escenas antes de rodarlas, ni los niños –sin experiencia actoral previa– tuvieron acompañamiento psicológico que los ayudara a disociarse de los mecanismos de la ficción. Aunque el caso fue negado y finalmente cerrado por las autoridades locales, en varios momentos de Sparta sobrevuela el inquietante paralelismo entre el malsano proyecto de Ewald y la probable negligencia de la producción hacia los actores menores de edad y sus padres.
Por supuesto, un espectador adulto, tanto más si conoce el cine de Ulrich Seidl, estará atento a la afilada provocación que se le plantea, cuestionando su imparcialidad como observador pasivo y clavando un alfiler en la comodidad de su propia ética: ¿es lícito humanizar a las bestias, habitarlas a través de la ficción? Esa estrategia traería a colación al infame protagonista de M (Fritz Lang, 1931), quizá la mejor exploración humana de las sombras del mal sobre la inocencia en la historia del cine. Pero Seidl no parece decidido a caminar hasta el final ese terreno hostil y plagado de espinas, limitándose a enfrentar a su audiencia con una provocación visual tras otra, dejándole al final con una mezcla de incomodidad con asco flotando en el aire, y poco más. Al final, Seidl termina lejos del alcance humanista de su propia filmografía o la de su evidente tutor, Michael Haneke. La sensación que prevalece al final es que Seidl retiró las manos del fuego antes de tiempo, rebasado por un tema que para cualquier artista narrativo constituye un abismo que te devuelve la mirada.
Sparta resulta más interesante, quizá, como objeto cultural y síntoma de su entorno que como obra a media cocción en la filmografía de Ulrich Seidl. Inacabada e intermitente, inteligente pero incompleta, mezcla momentos de gran cine con ciertas decisiones narrativas cuestionables, inconsistencias de montaje y preguntas éticas que contaminan lo que vemos frente a la cámara y también lo que intuimos detrás. Nadie la disfrutará (es un decir) tanto como quien conozca el trabajo previo de Seidl, puesto que es una puerta demasiado estrecha para quien se aproxime por primera vez a su trabajo.