Vistas con una distancia de casi trece décadas, las primeras imágenes del cinematógrafo francés o del quinetoscopio estadounidense guardan una fuerza fermentada por el tiempo que, con probabilidad, no estuvo ahí en un inicio. Se trata de una vigencia madurada, al tiempo futurista y nostálgica, que invita a preguntar si la persistencia de ciertas imágenes en nuestra memoria proviene de su parte tecnológica –la cámara y el montaje, el registro de luz, la óptica, la composición fotográfica– o más bien de la vitalidad humana que late detrás de la técnica: dicho de otra forma, ya a nadie le apabulla la visión de un tren arribando al andén de una estación, pero de alguna forma, al quedar absorbidas por el tiempo fílmico, las personas que suben y bajan de ese tren, que miran a la cámara con recelo o curiosidad o que la ignoran con desdén siguen siendo presente. Son, cada vez que reproducimos el clip, nuestras contemporáneas.
Usuarios (2021), quinto largometraje y cuarto documental de Natalia Almada (Ciudad de México, 1974), estrenado para audiencias globales en Sundance y mexicanas en el Festival de Morelia, ofrece una meditación serena, calculada en milímetros mediante imágenes que mezclan ternura y visiones épicas, del presente y futuro que construimos al fundir naturaleza, cultura, tecnología y memoria en un mismo cauce de experiencias humanas. Está escrita y montada como una carta audiovisual para Elías y Gray, hijos de la cineasta, aunque, en un sentido más amplio, se dirige a los usuarios del futuro próximo; a la vez, sus secuencias de alma futurista, incluso cuando documentan nuestro presente, pretenden hablarnos desde un porvenir en el cual el binomio naturaleza-técnica dejó al fin de ser dicotomía.
Almada diluye conscientemente la línea narrativa o expositiva de las secuencias para dejar en primer plano su vena impresionista y sensorial: un corazón humano latiendo fuera del cuerpo a través de válvulas mecánicas; un plano microscópico de un óvulo inseminado en laboratorio; un bebé arrullado al instante por el bamboleo mecánico de una cuna Snoo. En medio la cámara vuela y se abre hasta engullir paisajes enteros. Una fábrica interminable de piezas mecánicas fabricadas por otras máquinas. Olas rugientes de un mar encrespado con túneles infinitos e invisibles de cables de fibra óptica corriendo por debajo. Carreteras interminables que rodean plantas de energía junto a cordilleras.
Para el cinéfilo aficionado a las rutas inquietas del documental, palabras como Koyaanisqatsi (1982) o Baraka (1992), nombres como Peter Hutton o Lois Patiño o títulos recientes como Lo and Behold (Werner Herzog, 2016) saltan a la memoria en los primeros diez minutos, pero quizá la primera evocación de Natalia Almada, Bennett Cerf (fotografía) y Dave Cerf (música y diseño sonoro) –pareja y cuñado de la directora– sean los magos del montaje silente Lev Kuleshov o Dziga Vértov. Una imagen recurrente es la de niños en primer plano, observándonos de frente (en realidad, viendo otra pantalla) con las pupilas dilatadas e hiperactivas moviéndose de prisa. Por un momento podemos sentirnos observados, pero no como espectadores que son descubiertos detrás de la cuarta pared sino como si la audiencia fuera una pantalla o interfaz. En esos instantes fugaces de interacción entre el dentro y el afuera de la imagen –por ejemplo, al escuchar la voz inquietante de una asistente digital fuera de su entorno acostumbrado– es donde las ideas de Usuarios se magnifican y multiplican sus capas.
En ese sentido, en Usuarios cada imagen cuidadosamente planeada en duración y composición no agota su potencia estética en sí misma, sino que se alimenta de los ecos y evocaciones de las imágenes que vimos antes y después de ella, como un entramado textil, un sistema de órganos o un circuito complejo en donde participan los cauces simultáneos de la imagen y el sonido, ya sea la banda sonora interpretada por Kronos Quartet o la voz en off de la propia Natalia Almada en un largo monólogo lleno de meandros y digresiones que a ratos parece una carta a los hijos, un monólogo interior o una voz sin cuerpo que bien podría ser la memoria misma de las cosas, el tiempo, los mares o las propias imágenes.