16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

27/11/2024

Cine/TV

Esculpir, otra vez, el tiempo

Sergio Huidobro se detiene en tres largometrajes de la edición 17 de Zanate, festival de cine documental mexicano con sede en Colima

Sergio Huidobro | miércoles, 27 de noviembre de 2024

Fotograma de ‘Concierto para otras manos’ (2024), de Ernesto González Díaz

Todo el cine, de Eadweard Muybridge al de mañana, brota de dos materias primas: la amalgama de imagen con sonido, que es más evidente, y el tiempo, la más importante. Hay cine sin imagen –poco, pero existe–, también cine sin sonido. No hay cine sin tiempo.

Todas las formas expresivas, de las paredes de Altamira a las futuras, existen de dos formas: en el tiempo o en el espacio. Las artes del espacio –como la arquitectura, la escultura, la pintura o el vestido– permanecen inmutables, sin cambiar, mientras el tiempo fluye en torno suyo; para las artes del tiempo –como la música, la escritura, la danza o el cine– éste transcurre en el interior de la obra misma. El flujo temporal las constituye: suceden solo cuando –y sólo si– suceden frente a alguien que las perciba al transcurrir.

La idea bien conocida de Andréi Tarkovski del cine como tiempo esculpido y sus procesos creativos como labor paciente, monacal, de esculpir a Cronos, conserva vigencia para pensar al cine como un espacio abierto a la reflexión sobre el tiempo y sus implicaciones, desde las prácticas hasta las existenciales. En ese sentido el cine documental suele ser un territorio más fértil para dichas indagaciones que el cine argumental o de ficción, tanto si se refiere al tiempo implicado en sus procesos creativos, de producción, o bien al que transcurre dentro de la pantalla.

La 17ª edición de Zanate: Festival de Cine Documental Mexicano, un enclave autogestivo para la no ficción en el estado occidental de Colima, concilió al menos tres títulos que plantean cuestiones estimulantes, preguntas sin respuesta, en torno al documental como tejido capaz de absorber al tiempo, modelarlo y desafiar su naturaleza. Estrenados previamente en certámenes como Morelia, Guanajuato o Guadalajara, son largometrajes cuya superficie narrativa recubre entramados complejos, subyacentes, que cuestionan las fronteras con las que el cine es capaz de capturar y narrar los procesos de cambio de sus protagonistas.

Fotograma de Mi pecho está lleno de centellas (2024), de Gal S. Castellanos

Mi pecho está lleno de centellas

Gal S. Castellanos

Atípico como una supernova entre las centellas del título, la exploración autorreferencial, confesional y ensayística del debutante tapatío obtuvo el Gran Premio Zanate, sumando el trofeo a los previamente recogidos en encuentros como Doc Buenos Aires o FIC Monterrey. Es posible que Castellanos sea el primer hombre trans en firmar un largometraje en México, pero la originalidad de la cinta no se acota a esta marca identitaria. Mi pecho está lleno de centellas inicia con un viaje a la semilla del propio realizador para presentarnos a sus padres: él, ex seminarista; ella, una mujer más joven, de semblante silencioso pero voz privilegiada al cantar.

Gal S. Castellanos, sin temor a lo confesional ni a mostrar lo aprendido de ascendentes como Jonas Mekas, Paul B. Preciado o Chantal Akerman, registra los días finales de su padre, la súbita liberación de su madre –quien, una semana después del funeral, toma un vuelo a Turquía para encontrarse con un amor a quien conoció en línea– y, finalmente, su propia transición hacia una nueva identidad: “Nunca he sabido cómo ser mujer”, nos dice en off mientras lo vemos, en su otrora cuerpo femenino, intentar sin éxito aprender contoneos en un tubo de pole dance. Vemos todo ello condensado en menos de 90 minutos, pero la sensación de asistir a una transformación liberadora en tiempo real, de sentir del paso del tiempo junto al peso de los cambios, es insólita. En el cine mexicano reciente o lejano escasean miradas documentales con el desgarro intimista, la honestidad artística y el valor auto-exploratorio al que nos invita Mi pecho está lleno de centellas.

Fotograma de La falla (2024),  de Alana Simöes

La falla

Alana Simöes

Ganadora de una mención especial en el pasado Festival de Morelia (FICM), La falla, segundo largometraje de Simöes, es un deslumbrante ejercicio observacional sobre la infancia como terreno de descubrimiento constante y forja de la personalidad. De carácter intimista y montaje estricto, pausadamente cronológico, el documental de la directora de Mi hermano (2018; otro ineludible coming of age sin ficción) sigue durante 23 días las actividades pedagógicas de un salón de clases en una primaria rural jalisciense. Ese plazo, a contrarreloj, son los últimos días que la profesora en turno, Celeste, tendrá para impartir clases antes de ser trasladada a otro plantel.

Las aulas escolares y sus procesos formativos son terreno habitual para el documental encaminado a dibujar microcosmos sociohistóricos a partir de las infancias. Ser y tener (Nicolas Philibert, 2002), El profesor Bachmann y su clase (Maria Speth, 2021) o Cien niños esperando un tren (Ignacio Agüero, 1988) se cuentan entre sus mejores ejemplos, pero La falla no desmerece en ese grupo y su alcance termina siendo universal.

Fotograma de Concierto para otras manos (2024), de Ernesto González Díaz

Concierto para otras manos

Ernesto González Díaz

Ganadora del Premio del Público en Zanate, el documental de González Díaz parte de una estructura musical (scherzos, innuendos, coda) para dibujar un relato-retrato que tiene como tema –en la superficie– la discapacidad motriz, pero entre rendijas termina por ser una exploración rigurosa y emocionante de los procesos creativos o la paternidad.

Sus protagonistas, José Luis y David Ladrón de Guevara, padre e hijo, forman una dupla inusual en donde el primero es pianista clásico, compositor, director de orquesta y gestor musical mientras el segundo vive con una condición motriz congénita que empequeñece sus brazos, reduce sus manos a cuatro dedos y limita notablemente su capacidad auditiva. A pesar de ello, deciden colaborar –no sin tensiones, captadas con elegancia y sobriedad por una cámara casi invisible– en la composición y ejecución de un concierto para piano y orquesta cuya gestación brinda estructura al relato.

De manera similar a La falla o Mi pecho está lleno de centellas, documentales gestados a fuego lento, al ritmo imprevisible de los procesos que registran, Concierto para otras manos surge de un caldo de cultivo creativo moroso e intermitente –de alrededor de cinco años– que cuestiona a los supuestos de la producción audiovisual de velocidad industrial. En más de un sentido los tres son largometrajes que guardan una doble e interesante relación con lo temporal, pues son resultado de la lentitud creativa y, a la vez, elaboran en pantalla propuestas autorales sobre el tiempo cinematográfico. En una época como la nuestra, asfixiada por lo inmediato y lo cuantificable, permiten intuir que el cine futuro, si lo hubiera, avanzará en esa dirección para recuperar nuestra capacidad de observar, sentir y narrar.

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