Seis psiquiatras habían certificado que Eichmann era un hombre normal. “Más normal que yo, tras pasar por el trance de examinarlo”, se dijo que había exclamado uno de ellos. Y otro consideró que los rasgos psicológicos de Eichmann, su actitud hacia su esposa, hijos, padre y madre, hermanos, hermana y amigos, era “no solo normal, sino ejemplar”. […] Eichmann siempre había sido un ciudadano fiel, cumplidor de las leyes, y las órdenes de Hitler, que él cumplió con todo celo, tenían fuerza de ley en el Tercer Reich.
Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, 1963
“Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de Natación”, dejó escrito Kafka en una entrada de diario escueta y al vuelo en agosto de 1914. Quizá sea la línea más célebre salida de un cuaderno personal, tanto que hoy su maridaje de abismo con apatía, de horror con anestesia, se tornó lugar común, un gastado chiste literario. En alguna medida, es en el cine de ficción donde mejor anidó la dicotomía entre Holocausto y banalidad: se volvió espectáculo, y el genocidio un género de taquilla con buenos ingresos.
Zona de interés (2023), cuarto largometraje en un cuarto de siglo del londinense Jonathan Glazer, absorbe el eco más sombrío de la anotación de Kafka para levantar un intrincado castillo de espejos en donde la audiencia, las imágenes y sus aristas se reflejan incisivamente, unos a otras, provocando inquietudes crecientes en torno a lo que queda detrás del espejo –sonidos sin cuerpo– y escapa a la vista.
En el centro del mecanismo quedan Rudolf (Christian Freidel) y Hedwig Höss (Sandra Hüller), comandante y cónyuge durante la construcción y los primeros años del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Algunos años después de conocerse en una comuna aria para juventudes del Reich, los Höss erigieron para sí el ideal de una vida suburbana de clase media: jardín trasero, alberca, huerto, invernadero, personal doméstico, perros de raza, bosques y ríos en las cercanías, ciudades a distancia media –Cracovia– y el trabajo del padre a tiro de piedra, todo ello pared con pared con las barracas de los hornos crematorios.
Lo que vemos abarca algunos meses entre el verano de 1942 y la primavera de 1943, cuando las cámaras de gas funcionaban a una capacidad de más de dos mil cuerpos incinerados por turno. Aunque los eventos geopolíticos están fuera de campo en casi todo momento, podemos ubicarnos en los meses posteriores a la Conferencia de Wannsee y hasta los preparativos para las deportaciones masivas desde Hungría, al año siguiente.
En Zona de interés hay siempre dos relatos sobrepuestos, paralelos, traslúcidos uno frente al otro y con frecuencia compartiendo el espacio del encuadre. El primero tiene la intimidad de un drama doméstico. Ahí, una familia de clase media alta construyó un hogar suburbano en donde reciben visitas, el padre cumple años, se cultivan hortalizas en un jardín trasero. De pronto, un discreto conflicto narrativo: los empleadores del padre le notifican que será trasladado a un puesto de trabajo en otra ciudad. La esposa reacciona a la defensiva, quizá por primera vez en su vida juntos: decide quedarse ahí, resguardando la vida idílica que erigió para sus cinco hijos, aunque eso implique separase del marido y su ascenso profesional.
La segunda película tiene lugar al fondo de este paisaje familiar, con frecuencia agazapada y escondida detrás de un muro, de cortinas o fuera de campo. Pero, en tanto los oídos son el único sentido que no podemos clausurar a voluntad, la escuchamos todo el tiempo, a lo lejos y entre nieblas, pero ominosamente próxima: gritos, puertas, balazos, el rumor permanente de hornos encendidos. Durante casi dos horas de metraje, en Zona de interés –fotografiada por el imprescindible Łukasz Żal– no hay un solo primer plano ni detalle, excepto en tres paréntesis clave: primero, dedos de niño jugando con prótesis dentales y dientes de oro sobre su almohada, antes de dormir; después, el rostro cercano de una niña en la noche en visión nocturna infrarroja; finalmente, detalles fugaces de flores de colores vivos, pétalos suntuosos y –de alguna forma– amenazantes. El resto del tiempo somos observadores a la distancia, escudriñando planos generales, paisajes y panorámicas que evocan la teatralidad escénica del cine silente.
El guion escrito por el propio Jonathan Glazer implica un prodigioso trabajo de adaptación de la novela homónima de Martin Amis, original de 2014. Los imaginarios Paul y Hannah Doll del texto son despojados de la careta de ficción para descubrir, debajo, a los auténticos Rudolf y Hedwig Höss, sin que esto implique para Glazer ningún compromiso de retratarlos con exactitud biográfica. Szmul y Thomsen, las voces narrativas que suman las otras perspectivas del relato, desaparecen para centrarse de forma obsesiva en la rutina íntima del matrimonio fascista y su tribu en la cotidianidad: una niña tocando el piano; otro, más chico, jugando a los carritos sobre la alfombra.
En realidad, lo que se desenvuelve es una puesta en cámara que podría trasladarse a cualquier genocidio aceitado con la indiferencia cómplice y el silencio acomodaticio de las clases medias o aquellas beneficiadas por su maquinaria: la mayoría silenciosa en la Alemania del Reich, de los imperios coloniales de diverso cuño, la Norteamérica esclavista, el aparato militar y gubernamental israelí en el presente, cuyo exterminio étnico, sistemático, opera en complicidad omisa y a la luz del día, detrás de la pantalla de Zona de interés como el muro de concreto que separa los crematorios del jardín con alberca de los Höss. En un momento imprevisto, de sorprendente pericia formal y que recuerda al escabroso montaje al final de Ven y mira (Elem Klímov, 1985), Zona de interés da un salto brusco hacia nuestro presente, nos interpela de la forma más oblicua posible, para devolvernos en el acto a 1943, a solas con nuestro desconcierto.
El resultado es a la vez alienante, formalmente inteligente y perverso en un grado que desafía constantemente a la audiencia y sus nociones de empatía o compasión. Por ejemplo, en los escasos momentos en que vemos a los Höss desligados de su función en Auschwitz, Glazer y Żal introducen elementos deliberados de melodrama y manipulación: el matrimonio discutiendo sobre un muelle contra un fondo de bosque idílico y cielo azul, Hedwig reclamando su derecho a construir para sus hijos una vida tranquila; después, cuando Rudolf ya ha decidido mudarse a su nueva encomienda, lo vemos hablarle a un caballo con cariño, despidiéndose a solas del animal.
¿Somos capaces, como espectadores, de permitirnos un momento de entendimiento de monstruos que no muestran ningún reparo al bajar al abismo? ¿Estamos dispuestos a ser manejados a tal grado por los resortes emotivos de una pantalla, por el lenguaje audiovisual? ¿Sabemos, siquiera, que estamos siendo manipulados? ¿Sabemos lo que pasa del otro lado del muro, o nuestro desapego conformista del horror se parece a la actitud de sus protagonistas más de lo que podríamos admitir? En el centro de Zona de interés, después de todo, no está un drama de época –otro más– sobre el Holocausto, sino un cuestionamiento frontal al público: ¿cuál es nuestra relación con aquello que vemos y con lo que escapa a la vista? ¿Basta mantener algo fuera de cuadro para neutralizar sus efectos?
Unos meses atrás, con el pretexto mercadológico de Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023) y su renuencia a escenificar los efectos del bombardeo nuclear, se reavivaron brasas tenues de un antiguo debate: la licencia ética de convertir los horrores de la historia en espectáculo de consumo, entre los cuales el cine del Holocausto es, quizá, el más fecundo y rentable. Las raíces ineludibles de esa discusión están en el célebre artículo de Jacques Rivette sobre Kapó (1961) –“De l’abjection”, Cahiers du Cinéma, no. 120, junio de 1961– y la aún más citada diatriba de Claude Lanzmann contra La lista de Schindler en Le Monde –“Holocauste, la représentation impossible”, 3 de marzo de 1994.
En el primero, sobre la película de Gillo Pontecorvo, Rivette arremete contra el uso de un travelling que enfatiza la muerte de Therese (Emmanuelle Riva) en un campo de concentración; en el segundo, sobre la épica de Steven Spielberg, Lanzmann –quien, en tanto autor de Shoah (1985), algo tenía que decir al respecto– advierte sobre la perversa banalidad de “transgredir al trivializar” el genocidio como recurso para las lágrimas y el “melodrama kitsch”, una cuestión que brota, aunque cada vez con menos filo, a la luz de esperpentos posteriores: Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019) et al.
El artículo de Rivette fue escrito, sin duda, al calor de su tiempo: en Jerusalén se libraba el juicio contra Adolf Eichmann. En sus célebres crónicas para The New Yorker (Eichmann en Jerusalén), Hannah Arendt parece girar una y otra vez en torno a su propia idea fundacional: el mal y su banalidad cotidiana, la cercanía prosaica del horror, su olor reconocible. En Eichmann y su grisura burocrática, su medianía de oficinista leal, es más fácil reconocer a un vecino que a un demonio. Al tiempo que Arendt indagaba en la banalidad del exterminio, Rivette se hacía una pregunta complementaria: ¿de qué modo es posible, lícito o moral filmar algo semejante, sin enterrarlo bajo el maquillaje de la ficción o el drama? Zona de interés intenta algo casi imposible –y acierta–: traslada esa inquietud moral de los funcionarios abocados a seguir órdenes hacia los responsables directos de edificar el infierno con números, planos, presupuestos y organigramas, pero situando al público en una posición incómoda y ambigua, totalmente cinematográfica pero ajena a la manipulación acostumbrada.
Mientras Oppenheimer –al dejar Hiroshima fuera de cuadro– utiliza el recurso de omisión como mero punch de efecto para magnificar la tensión de su espectáculo, Jonathan Glazer –más metódico, inteligente, con menor prurito por la comodidad de su audiencia– lo usa a la vez para expandir y controlar la náusea. Expandirla como un malestar de liberación prolongada cuyo efecto se sigue esparciendo mucho después de abandonar la sala y controlarla con la mirada clínica del entomólogo o el forense, cuya precisión y diagnóstico están a salvo del asco, el morbo o el sentimentalismo. Incluso si Glazer no tuviera en mente las polémicas de Rivette, Lanzmann y Schindler, termina por dialogar con ellas pues sabe que el horror profundo no se alcanza al ver sino al cerrar los ojos, mirando hacia adentro.