En septiembre de 1980, plena “transición”, arriban a las marismas del sur de España dos policías con el encargo de investigar la desaparición de dos adolescentes. Uno de los investigadores es un represor de la época franquista “readaptado” a los nuevos tiempos, que debe lidiar con los resquemores que esa condición infame despierta en el ánimo de su compañero de trabajo, taciturno e introvertido como si cargara sobre sus espaldas con todo el peso de la historia reciente del país, de la que su involuntario compañero parece ser un recordatorio ambulante, ominoso. En la tensión interna de ese dúo, el director Alberto Rodríguez apuntala la oscuridad de una realidad que va revelándose (dificultosamente) en capas, cada una más opaca que la anterior, como si la ruina moral de toda una nación encontrara una faceta física en ese archipiélago estragado. La isla mínima, filme de Rodríguez estrenado en 2014, no es un testimonio –mucho menos un alegato– sobre los difíciles años de la restauración democrática, pero tiene mucho de convocatoria fúnebre por lo que la nación ya no podrá volver a ser. Rodríguez tiene muy presente el cine de la violencia rural que lo precedió –muy especialmente Furtivos (1975), de José Luis Borau– pero cuida muy bien de no caer en la simple evocación manierista que es la desgracia de buena parte del cine negro que se filma hoy. La isla mínima es perturbadoramente contemporánea por su capacidad para leer el pasado en el que se hunde y, al mismo tiempo, hacer lucir sus temas como tremendamente actuales. Y si el espacio cinematográfico en el que se desarrolla –que parece los restos calcinados de algún spaghetti western nublado y terroso– posee esa siniestra capacidad sugestiva, es porque tanto el guionista como el director han sabido desplazar hacia una realidad constatable las convulsiones de un mal atávico y colectivo que, ante el dudoso progreso de la humanidad, sólo sabe resolverse en violencia.