Desde su brevísimo relato “El gesto de la muerte” (1923) –versión muy personal de “El Ángel de la Muerte y el rey de Israel” de Las mil y una noches) hasta La bella y la bestia (1946), pasando por la puesta en escena de la tragedia de Edipo (1937), Jean Cocteau reescribió el mundo a través de los sueños. Su obra como poeta, cineasta, ocultista, pintor y dramaturgo está atravesada por la revisión exhaustiva de los mitos, específicamente los misterios que, frente a la muerte, son inaccesibles para nosotros. Quizá por eso su fervor por las vanguardias y la incapacidad de ceñirse a una sola disciplina artística.
Orfeo (1950) es la pieza central de su trilogía órfica, que completan La sangre de un poeta (1930) y Testamento de Orfeo (1960), su último largometraje, el epitafio de su vida y su obra. En la película Cocteau reinventa el personaje de Orfeo, transformándolo en un egocéntrico poeta parisino estancado en sus procesos creativos y, no obstante, famoso. Interpretado por el antiguo amante de Cocteau, Jean Marais, el personaje encarna, en su evidente decadencia, el vínculo de la poesía lírica con la música y los mitos órficos. Orfeo acude a uno de los cafés bohemios del bajo París y, después de presenciar la muerte de un poeta rival, Jacques Cégeste –Édouard Dermit, también amante de Cocteau en su momento–, sigue a la hermosa y misteriosa dama que lo acompañaba, una mujer interpretada por María Casares. Es la Muerte. En ese sentido el filme es un noir metafísico-mitológico que entrelaza un cuadrado amoroso mientras revisa con ironía temas como la figura del poeta, la burocracia (cuyos alcances rigen el inframundo), el absurdo de la vida moderna y el ambiente intelectual francés.
Después de seguir a la Muerte a una casa en ruinas en las afueras de la ciudad, Orfeo, acompañado de Heurtebise –uno de los ayudantes de la Muerte, acaso una de las facetas de la dama–, vuelve a casa con su mujer, Eurídice. Aquí inicia el embrollo amoroso entre personajes y en los distintos planos de la existencia: la Muerte enamorada atraviesa los espejos para contemplar a Orfeo dormir. Por su parte, el poeta se obsesiona con una señal radiofónica y enigmática que transmite versos que le producen excitación y fascinación. Heurtebise se enamora de Eurídice, interpretada por Marie Déa, en un papel que destila abnegación y ternura. Finalmente la Muerte se aprovecha de la ausencia de Orfeo para llevarse a Eurídice. Heurtebise convence a Orfeo de descender al inframundo para buscarla. Sobre esto Cocteau escribió en uno de los textos de Poética del cine:
Entre los conceptos erróneos que se han escrito sobre Orfeo, todavía veo que a Heurtebise se le describe como un ángel y a la princesa como la muerte. En la película no hay muerte ni ángel. No puede haber ninguna. […] Nunca toco dogmas, la región que represento es una frontera de la vida, una tierra de nadie donde uno se cierne entre la vida y la muerte.
Este espacio se representa en la película como la Zona (un eco visual de la devastación de la Segunda Guerra Mundial, que después sería reelaborado por Tarkovski en Stalker), es decir, un sistema laberíntico de callejuelas con edificios derruidos. Para crearla Cocteau se valió principalmente de técnicas primitivas de prestidigitación y simples trucos como la reproducción invertida, técnicas utilizadas con anterioridad en el trabajo de pioneros como el mago Méliès, logrando un aura sobrenatural y misteriosa que remite a la lógica de los sueños. En la representación de lo mundano, por su parte, Cocteau despliega un sinfín de símbolos en la cotidianidad de los personajes: la radio del más allá, los emisarios de la muerte (los motociclistas asesinos), el cruce de la vía de tren –a modo de división entre ambos mundos– y, por supuesto, los espejos, elementos fundamentales en su obra: “los espejos nos acercan a la muerte”.
Pero ¿qué es la muerte en la película? Por un lado tenemos una serie de muertes metafóricas que el poeta debe atravesar para convertirse en artista (la destrucción del ego es el estadio final), pero también presenciamos el último sacrificio posible, el de la misma Muerte, que se desprende del cuerpo de Orfeo, su amado. Para cumplir la promesa de amor eterno, Ella debe dejarlo ir. Sólo así el amor trasciende las leyes de ambos mundos. Es la inmortalidad. El mensaje evoca un verso célebre de Mallarmé, que el propio Cocteau cita como una de sus grandes referencias: “Tal como en sí mismo al fin la eternidad lo convierte, / el Poeta despierta con un estoque desvestido / a su siglo, espantado de no haber sabido / que en esa extraña voz triunfaba la Muerte”.
Relatar un sueño o contar la trama de una película que opera como un sueño resulta vano. Pero sirve mirar y escuchar lo que se refleja: “¿Qué estabas tratando de decir? Ésta es una pregunta de moda. Estaba tratando de decir lo que dije”, sentencia Cocteau del otro lado del espejo.