31/01/2025
Artes visuales
‘Yanhuitlán’, ficción arquitectónica
Daniel Saldaña París visitó la exposición más reciente de Jerónimo Rüedi, serie de pinturas que habita el ex convento de Yanhuitlán, Oaxaca
La tierra roja de la Mixteca, partida en rebanadas para dar paso a la carretera, multiplica y distorsiona el alto sol de enero. A lo lejos aparece el campanario de una iglesia y mi guía, Julio César, interrumpe lo que me va contando para decir parcamente: “Eso es Yanhuitlán”.
A una hora y media de la ciudad de Oaxaca, en el municipio de Nochixtlán, está el pueblo de Yanhuitlán, regido por usos y costumbres. Presume el templo más alto de la Mixteca: una iglesia construida por los dominicos sobre un templo prehispánico en el siglo XVI, con un órgano del XVII al que todavía le arrancan conciertos de música sacra. El ex convento adosado a la iglesia alberga un museo de sitio y, ocasionalmente, una exposición colectiva de arte popular de la región, pero desde octubre del año pasado exhibe una muestra de pintura atípica para aquel pueblo: Yanhuitlán, del artista Jerónimo Rüedi (Mendoza, Argentina, 1981).
Rüedi planeó la exposición a partir del espacio del ex convento. Las paredes, de más de un metro de ancho, tejen una continuidad entre las once piezas tanto como el paisaje alrededor. No sorprende que los habitantes de la comunidad hayan acudido a la inauguración y recibido la obra con entusiasmo: sin hacer concesiones fáciles, la pintura de Rüedi ofrece muchas entradas, desde las insinuaciones figurativas (ruedas, insectos de luz, carreteras apenas bosquejadas) hasta la paleta de color, que juega con el tono de la paredes del ex convento, pero también con las zonas de sombra de las escaleras y con el paisaje que se asoma por las ventanas, abrasado y con pinceladas de verde.
La serie de once piezas que compone Yanhuitlán sugiere un trabajo sobre la ficción, como si Rüedi sobrepusiera una idea del lugar al lugar mismo. Preservadas por varias capas de resina, las escenas de los cuadros se nos ofrecen a la distancia, como si las viéramos entre las brumas del sueño o la leyenda. Así, el Yanhuitlán de Rüedi coincide casi con el Yanhuitlán de la Mixteca, pero hay un desfase entre ambos.
Un mes antes de viajar a Yanhuitlán estuve en la casa de William Faulkner, en Oxford (Mississippi), y ahí, colgando en una las paredes del estudio del escritor, había un mapa de Yoknapatawpha, ese condado ficticio que Faulkner construyó morosamente, más como personaje que como escenario de su ficción. En Oaxaca, confrontado por la obra de Rüedi, sentí un eco de aquel mapa. Y es que en la pintura de Jerónimo Rüedi aparecen trazos que parecen aludir a sitios específicos pero, como sucede con los códices, esos espacios nos resultan a menudo inaccesibles, bien porque la simbología no es transparente o bien porque no están ubicados totalmente sobre la Tierra, sino en un plano intermedio donde la ficción o el mito tienen tanta influencia como la erosión del viento.
En las piezas de mayor formato, y en especial en El sueño de un perro (2024), la pintura de Rüedi dialoga con las formas arquitectónicas, pero los espacios no se muestran en su literalidad habitable, sino distorsionados en escala y perspectiva por el ejercicio imaginario de ponerse en el lugar de una especie otra (en este caso, el perro del título). Es decir que en Yanhuitlán se actualiza esa aspiración de Jakob Von Uexküll, filósofo y pionero de la ecología que, en su célebre Andanzas por los mundos circundantes de los animales y los hombres (1934), quiso imaginar cómo se percibía el mundo desde la mirada y la sensibilidad de una garrapata.
Los títulos de Jerónimo Rüedi apuntan a veces a una inestabilidad, a una confusión del sujeto y lo que observa. En Hacia (2024) se intuye un trayecto imposible, como si fuera la representación gráfica (y onírica) de una de las aporías de Zenón de Elea. En La ascensión (2024), quizá la pieza más espiritual de la muestra (y me disculpo por la vaguedad del adjetivo, pero no encuentro otro y no creo andar desencaminado al usar ese), tenemos la sensación de que la materia con la que Rüedi trabaja no es el pigmento sino la luz y la naturaleza. Y, pensándolo bien, algo hay en Yanhuitlán que rima con las cianotipias de Anna Atkins, que aprendió a capturar el alma de las plantas al grabarlas con luz sobre la piel fotosensible del papel.
Yanhuitlán supone un salto hacia adelante en la carrera, de por sí promisoria, de Jerónimo Rüedi. Sin ceder a las tendencias más bobaliconas de la figuración rediviva, ni poner en escena una nueva sátira del expresionismo abstracto, el artista transita en un terreno liminal, con préstamos de Cy Twombly pero también de Xul Solar o Man Ray. Rüedi es un fotógrafo de los primeros, de esos alquimistas que prometían captar a los espectros en las sesiones espiritistas. En este caso, el espectro que habita sus cuadros es el de una región (la Mixteca) y un espacio (el ex convento) donde la violencia colonial quiere convivir con el silencio místico.