El escenario es una llanura ventosa en el centro de Puebla, pero podría ser cualquier región de interior en América Latina. Como cada verano, una finca aislada sirve a una organización religiosa de élite para alojar un campamento adolescente. Los asistentes, hombres todos que cruzan el limbo entre la bobería infantil y el ímpetu hormonal, se esfuerzan por actuar como adultos mientras absorben la conciencia de que el entorno y sus recursos, gracias a su apellido, fisonomía, género o relaciones, les pertenecen por derecho de casta.
En El hoyo en la cerca (2021), segundo largometraje de ficción coescrito y dirigido por Joaquín del Paso, los ritos de paso entre infancia y madurez funcionan como parábola para describir la germinación de semillas profundas de las cuales brota cierto fascismo institucional –el fascismo cotidiano, diría Mijaíl Romm. Sin un protagonista claro, la película coescrita por la también diseñadora Lucy Pawlak cuenta los primeros días de campamento de un grupo de púberes de clase alta de quienes apenas sabemos algo más: hace falta que a uno le rompan la nariz para que su padre llegue por él en un helicóptero del gobierno local, mencionando de paso que él mismo, años atrás, formó parte del mismo campamento.
Hay ritos, ceremonia y tradiciones: las comunidades imaginadas diagnosticadas por Benedict Anderson, aunque no aglutinadas en torno a un ideario nacional sino sectario: la clase dominante como signo de identidad y pertenencia. De una manera análoga a su ópera primera, la farsa tragicómica laboral Maquinaria panamericana (2016), El hoyo en la cerca estudia la psicología de un ente colectivo –allá, la empresa como familia; acá, la clase social como cofradía– empujado a una situación límite.
Apenas un par de hechos vagos detonan la revulsión en dicho grupo. Primero, la llegada de un becario de escuela pública, Eduardo (Yubáh Ortega), y el descubrimiento de un agujero en la reja perimetral que separa al campamento del exterior. El pensamiento de tribu vira con violencia hacia el interior, al resguardo de la manada dominante, y emprende el primer paso evidente: la construcción inmediata e imaginaria de un extraño enemigo que osa, como en nuestro primer canto bélico, profanar con su planta su suelo. Los estudiantes salen del campamento en busca de venganza, con el pretexto de un rito de aparente inspiración pagana, con maquillajes tribales y armas caseras. Pero el peligro latente está dentro de la propia estructura que los cobija y, aunque aparezca encarnado en la presencia inquietante de conejos impávidos, no es difícil poner nombre al horror.
Es probable que el guion de Joaquín del Paso y Lucy Pawlak tuviera en mente el modelo de Canoa (Pérez Turrent y Cazals, 1976), así como los resortes del terror slowburn popularizado por cineastas como Ari Aster, Yorgos Lanthimos o Robert Eggers, pero El hoyo en la cerca se detiene en la superficie sin llegar a explorar a profundidad las corrientes subterráneas del tema que aborda, limitándose a subrayar lo ya sabido. En donde El hoyo en la cerca destaca y conecta directamente con la audiencia es en la dirección actoral de su elenco adolescente, intuitivo y enérgico al desarrollar personajes verosímiles y cambiantes; Valeria Lamm y Yubáh Ortega funcionan como polos magnéticos para un grupo de actores que bien podrían haberse dibujado como grupo homogéneo.