El cine es, a la vez, un dispositivo de la mirada y un medio eminentemente sonoro que sutura lugares más o menos verosímiles. Guía la mirada a través de una espacialidad virtual, en constante configuración. Según Michel Chion, en el universo visual el sonido se percibe como portador de un valor polivalente, no resulta sólo de un movimiento sino que éste, a menudo, se encuentra en estado de transformación y composición. Por ello, dice el compositor y teórico francés, un sonido puede enmascarar otro, ocultarlo hasta el punto del olvido. Es un elemento estrechamente vinculado al tiempo, que cambia de intensidades y posee cualidades espaciales. Y añade: es un fenómeno propio de lo auditivo, sin equivalencia en lo visual, que remite no sólo al oído sino a una “percepción transensorial”, que no se limita a las propiedades de un solo sentido sino que puede tomar prestados los canales de transmisión de otros, ofreciendo un sinnúmero posibilidades inexploradas.
A partir de estas ideas quiero dedicar unas líneas a la dimensión sonora del cine de Jonathan Glazer, especialmente al cortometraje The Fall (2019). Esta obra de apenas siete minutos pone en marcha la deconstrucción del concepto mismo de audiovisual, al mostrar que la imagen y el sonido en el cine no son dos elementos complementarios ni simétricos. Una vez que se presta atención a esa asimetría no dejan de presentarse innumerables variaciones y desajustes. En esta tensión audiovisual existen relaciones de presencia, ausencia y vacío; asociaciones con algo perdido, errado al tiempo que captado, y que aún está ahí. En The Fall el sonido hace ver la imagen de modo diferente a lo que muestra sin él. Es el más allá de la imagen, lo que se descubriría si se pudiese entrar en la pantalla para descubrir lo que sucede en esa otra dimensión que el sonido deja ver, y que a la vez lo deja ver, influyendo en las imágenes que se suceden, ensamblándolas y cargándolas con una multitud de significados contradictorios.
La obra de Jonathan Glazer es conocida internacionalmente por su heterogeneidad, osadía y experimentación. Sus videos para Massive Attack y Radiohead y las desconcertantes atmósferas de Sexy Beast (2000), Reencarnación (2004), Bajo la piel (2013) o Zona de interés (2023) son parte de un corpus artístico que sitúa al realizador británico en un lugar único. A partir de sus últimas realizaciones el sonido adopta una posición especial, sobre la cual se proyecta un efecto amplificador, como un proceso de exploración constante en el que el sonido despliega todo tipo de posibilidades.
En el caso de The Fall una de las características más sorprendes es su cariz imprevisible y desestructurado. Se podría decir que es un cortometraje rodeado por la noche, lo que determina su atmósfera oscura y su ritmo vibrante, a veces solapado y lento, otras brusco y áspero. Una arbitrariedad creadora reina en la aparición de microsucesos, en donde los sonidos que se escuchan se convierten en evocaciones del bosque, la noche, el cielo oculto tras la frondosidad de los arbustos, encadenados en el montaje como si la noche cooperase en el curso de una cacería emprendida por una jauría humana en busca de su presa. También es característico del cortometraje una manera de filmar vivaz y rápida, con tomas variantes y escenas fragmentadas que hacen aparecer imágenes erráticas salidas de una dimensión sonora, difícil de capturar, develando que, tal y como formuló Pascal Quignard, “no hay punto de vista sonoro”, el sonido no conoce límites, se precipita y se alía con la noche, deambulando aquí y allá.
Visiblemente inspirado en las denominadas pinturas negras de Goya, en especial La romería de San Isidro (1819-1823), Glazer plasma una proximidad corporal incandescente, dramática, perturbadora, hasta el punto de lo teatral. Pero no es una foto ni la simple imitación de una pintura, es el cine que nos hace respirar el aire de la noche, sentir la fuerza del viento mezclando lo grotesco y lo terrible, lo sobrenatural y lo familiar a través de encadenamientos de imágenes, sonidos, gestos, cuerpos y acciones que piden no ser interpretadas apresuradamente. Si bien es cierto que a lo largo del cortometraje se mantiene una impresión semejante al teatro nō japonés, lejos de recurrir a la austera y sutil expresividad las máscaras que portan las figuras que habitan el bosque crean un efecto unificador, de anonimato, connotando una dimensión de ansiedad, angustia y caos. Algo que liga lo ruidoso con un murmullo, un lamento sordo, un tumulto que deriva en disturbio y desemboca en la muerte.
En la forma del cortometraje existe un aspecto esencial: la manera de filmar la masa. Hay, es cierto, una jerarquía del grupo que exige perseguir, castigar y aislar al individuo de la comunidad. Pero cabe destacar que no es filmado como colectividad sino como masa, es decir, como una expresión social, política y moral que trasciende los límites del individuo. Esta puesta en relación concierne, por un lado, a procesos que se manifiestan como rebelión frente a una injusticia preexistente o, por otro, a ciertas experiencia radicales muy cercanas al fascismo. La masa es, así, un monstruo. Resulta reduccionista ver en este conflicto una simple oposición entre víctimas y verdugos que toman la justicia en sus manos, pero no resulta difícil reconocer en él una lógica de la transgresión que hace aparecer en imágenes lo que ya no tiene sentido, el pathos de la indignación ante crueldad y, al mismo tiempo, la violencia hacia los otros. Es sin duda una imagen de nuestros tiempos, caracterizados por la estupefacción muda ante el horror, la renuncia a toda explicación.
El desenlace de The Fall desconcierta tanto como el resto del cortometraje. El silencio que conduce el final de la película parece redoblar el agotamiento de toda expresividad por parte de la víctima. Es cierto que comprendemos inmediatamente los gestos en la víspera de la muerte, donde reside el sonido de algo que murió o que gime todavía, vibra y toma a destiempo la forma de la agonía. El proceso que va de la muerte recibida a la muerte dada. Pero falta el quién, el porqué, el antes, el después, el contexto, el destino de todo lo que no se ve. Son sólo algunas de las muchas preguntas que plantea Jonathan Glazier, que no se comprenden más que así, como una serie de interrogantes entre sonidos e imágenes.