21/11/2024
Literatura
La guerra como melodrama
La novela de Jorge Volpi ‘Partes de guerra’ se propone, con variados recursos narrativos, tratar el tema de la violencia en México
“La violencia en México es un tema que a los escritores de mi generación y de generaciones anteriores y posteriores se nos volvió ineludible”, confiesa Jorge Volpi en una entrevista reciente a raíz de la publicación de Partes de guerra, novela editada este año por Alfaguara. La declaración del autor –miembro de la llamada Generación del Crack– es ya un lugar común en los años recientes. Los escritores mexicanos han explorado, con desigual fortuna, la violencia en el país. Encontramos de todo: desde ejercicios que apuestan a la alegoría, como los de Yuri Herrera, hasta el realismo sin ningún tipo de intermediación, como cualquier novela policial de los estantes de novedades. Parece que, antes de reflexionar, se escribe por inercia.
Los lectores están ávidos de estas historias y el mercado, por supuesto, promueve esta suerte de ejercicio masoquista colectivo. Digo esto porque, en muchos casos, la literatura que aborda la violencia funciona como una vitrina que expone los traumas nacionales, pero casi siempre se queda en la superficie. Como menciona el académico Oswaldo Zavala en libros como Los cárteles no existen o La guerra en las palabras, el realismo literario de esta época funciona como un intermediario de la versión dictada desde el statu quo y nunca trastoca la narrativa oficial.
Partes de guerra se suma, de esta manera, al rosario de novelas sobre la cruda realidad mexicana. El libro de Volpi juega con diferentes puntos de vista, de ahí el plural en el título: los personajes combaten en sus respectivos frentes y ofrecen, desde distintas perspectivas, sus testimonios, sus partes de guerra. La primera línea narrativa describe la vida de Lucía Spinosi, ejemplar estudiante de neurociencias de la UNAM, y su tortuosa relación con Luis Roth, eminente científico de la misma universidad. Usando el recurso de la segunda persona, Lucía se dirige a su maestro –fallecido en un accidente– y le cuenta lo que pasó antes y después de su desaparición.
La segunda línea narrativa involucra a un grupo de adolescentes que viven en Frontera Corozal, un pueblo cercano al río Usumacinta. Una chica del grupo, de apenas 14 años, es asesinada por su prima y su novio. El cadáver de la víctima detona una investigación que llega a oídos de Luis Roth, que empieza una investigación para esclarecer cuáles fueron los detonantes del asesinato. ¿Una sociedad degradada es el único factor de la violencia o hay algo en nuestra naturaleza –en nuestros cerebros– que nos corrompe? En busca de respuestas, viaja a la frontera sur del país.
Ambas tramas, en el papel, son sugerentes. Lucía cuenta los primeros detalles de la investigación y, de forma paralela, escuchamos las voces de los adolescentes. Sin embargo, conforme avanzan las páginas, los hechos de sangre quedan opacados por los descubrimientos que hace Lucía sobre su maestro, particularmente su tumultuosa vida sentimental. Volpi, engolosinado por las diferentes máscaras del científico, reduce la violencia a un mero telón de fondo. Pronto comprendemos que las ideas sobre el crimen quedan en frases aisladas –casi aforismos– y una investigación que no llega a ninguna parte. En contraste, la voz de Lucía abarca casi todo el espacio.
El personaje principal de Partes de guerra cobra cada vez más importancia no por su complejidad sino por su tono admonitorio. Reducida a un mecanismo que abre una caja de Pandora, la estudiante relata las tropelías de Roth y olvida cuestionar, por ejemplo, el papel de ella –una estudiante privilegiada– en una realidad que no conoce y que explora desde la lejanía emocional de la ciencia. En los peores momentos, los triángulos amorosos que revela –vueltos leitmotiv de la segunda parte de la obra– y las escenas en las que ella imagina a su tutor con la conquista más reciente, pertenecen más al ámbito del melodrama que al de la reflexión sobre la tesis principal: los orígenes de la violencia.
La prosa de Volpi intenta dividirse: por un lado tenemos la construcción de la voz en segunda persona de Lucía y, por otro, la de los adolescentes víctimas y testigos de la violencia. El autor aprovecha la oralidad del discurso para crear un tono confesional en la estudiante de neurociencias. Metido a fuerzas, más para desahogar la investigación hecha tras bambalinas por el escritor que como recurso literario, tenemos el lenguaje científico interrumpido, por momentos, con frases que abusan del didactismo –“En la sociedad del espectáculo, ningún show como la guerra”– o que rozan el lugar común –“su mano en el aire como una ráfaga de fuego”.
En la última parte del libro tenemos una escena sexual que sigue el guion de cualquier melodrama subido de tono: Lucía y Tristán –una pareja ocasional– tienen un encuentro íntimo. Por supuesto: ella le arranca la camisa y los pantalones; él le desgarra la blusa. Después del sexo salvaje, ella se derrumba, incapaz de controlar a sus demonios, se enfrenta a él y le da de bofetadas. Tristán, cumpliendo el estereotipo, le dice que se calme y la abraza. ¿Cuántas veces hemos visto la misma escena en películas o series? La mujer, víctima de sus emociones, no se puede controlar y es el hombre el que tiene que serenarla como si fuera una niña.
Más allá de estos elementos puntuales, Lucía en todo momento parece más preocupada por poner en la picota a su maestro que por interrogar, de una manera compleja, sus motivaciones. El lenguaje, en el caso de los adolescentes, es otro problema, ya que es perceptible no sólo falta de imaginación sino el manido recurso de lo coloquial como única ventana a una realidad. Al inicio de Partes de guerra percibimos un intento por recrear ciertas atmósferas o ambientes que configuran Frontera Corozal. Sin embargo, el hilo conductor que da coherencia a la segunda historia es sustituido por una narrativa fragmentaria conformada, en mayor parte, por mensajes de texto de celulares, recursos efectistas para transmitir la tensión o zozobra de los personajes.
“Cuando se unen ambos mundos observamos que uno es espejo del otro”, dice Jorge Volpi en la misma entrevista, aludiendo a la realidad de las personas sumidas en la pobreza, habitantes del sur de México y el contraste con los científicos que presenta en la novela, aficionados al vino Malbec y a los ostiones Rockefeller. El espejo es, en realidad, una superficie que refleja a estos últimos dejando como objetos de un laboratorio inconcluso a los protagonistas más interesantes de la historia.