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Cine/TV

Rompecabezas frenético

Federico Romani | miércoles, 13 de septiembre de 2017

La media hora inicial de Juego del terror (Scare Campaign, 2016), de Colin y Cameron Cairnes, anuncia lo peor, pero este es uno de esos filmss que empiezan muy mal y terminan muy bien, algo a tener en cuenta si se considera que su duración final apenas alcanza los ochenta minutos. En ese comienzo trillado, apuntalado con sobresaltos de manual, se engaña al desprevenido con una estética de los lugares comunes del cine de terror posmoderno que asusta por lo remanado de sus apuntes y lo rutinario de su propuesta. Hay, en principio, un programa sensacionalista de cámaras ocultas filmado en un hospital psiquiátrico abandonado, chicas de alarido fácil y un psicópata armado con hachas y cuchillos suelto en el interior de esa estructura laberíntica preparada como improbable escenario de “reality”. Los diálogos son sosos, las situaciones, absurdas. Pero entonces, como astrónomos dementes capaces de girar abruptamente el sentido de rotación de esa galaxia estancada que observan, los hermanos Colin y Cameron Cairnes cambian la velocidad del artefacto, sueltan el acelerador y arman un rompecabezas frenético de terror gonzo que obliga a reacomodarse en la butaca y empezar a prestar atención.

 

En un cine como el australiano (esa bestia arenosa e indomable, pródiga en salvajadas de todo tipo, desde Mad Max hasta Wolf Creek) proponer una reflexión metacinematográfica sobre el cine de terror equivale a realizar una autopsia brutal en la prehistoria del ozploitation, esa época dorada del cine de sexo, violencia y horror hecho en Oceanía. Los hermanos Cairnes practican el juego forense con delicadeza slasher, pasando de la escoptofilia carnosa ­­–las cámaras-estilete como cita del Peeping Tom (1960), de Michael Powell– a la estética snuff que se deleita en las pasiones morbosas de un espectador preocupado en fingir que no mira. A partir de ese primitivismo orgulloso, con un ahínco de serie “B” que no se veía desde los lejanísimos shockers de Brian Trenchard-Smith o Stephen Hopkins (¿alguien se acuerda de Dangerous Game, de 1987?) y el uso más significativo y truculento de las máscaras que el cine de terror haya hecho desde The Strangers (2008), de Bryan Bertino, los hermanos Cairnes redoblan los créditos conseguidos con la sanguinolenta 100 Bloody Acres (2012), aquí un poco más alejados de la comedia gore y más cerca de tomarse las cosas en serio.

 

 

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