De un tiempo para acá la migración es un tema recurrente en el cine contemporáneo. Y cómo no. Se estima que más de doscientos millones de personas han salido de sus países huyendo de las guerras que reactivan las economías de las naciones invasoras y, también, del desempleo y la precariedad. Este panorama –que lo mismo ha animado los contextos de filmes documentales como Llévate mis amores (2014), de Arturo González Villaseñor, y Fuocoammare (2016), de Gianfranco Rosi; y de películas de ciencia ficción como Niños del hombre (2006), de Alfonso Cuarón, y Sector 9 (2009), de Neill Blomkamp– es la materia prima del nuevo filme de Aki Kaurismäki, El otro lado de la esperanza (2017), que recién se estrenó en salas de arte y comerciales.
La película, por la que el finlandés ganó el Oso de plata en la Berlinale, se vincula con Le Havre (2011), su filme anterior. En éste un niño africano huye de la policía en el puerto francés. La clandestinidad inherente a la vida de quienes evaden las leyes (que dictan el orden en el mundo contemporáneo) es la inspiración reciente de Kaurismäki, que ha demostrado simpatizar con los desplazados. Esta empatía se encuentra en su abordaje, que procede a partir de la artificialidad, que exacerba la sensación de estar dentro de una realidad representada.
El crítico español Carlos Losilla, autor del libro La invención de la modernidad, considera que el estatismo de Kaurismäki se ve desplazado recurrentemente por un humor que procede de esa misma inmovilidad artificial. El mutismo y la seriedad de los personajes de Kaurismäki, que siempre contrastan con la potente vibración que producen el colorido de los sets y el vestuario, da pie a situaciones de carácter inverosímil, poco realista. La proeza de llevar al límite el artificio es lo que revela una verdad en su cine: la compasión por la humanidad. Lo interesante es que Kaurismäki se empeña en mostrar y no en decir: hay escenas, que se acompañan con diálogos escasos y que, además, resultan anodinos, en las que la duración que se prolonga (opuesta al flujo incesante de imágenes en el cine reciente), una permanencia que se ancla a los rostros y los cuerpos de los actores (quizá por eso sus elencos son recurrentes). El otro lado de la esperanza inicia con una imagen sorprendente: un primer plano en el que se ve un cargamento de carbón en la oscuridad; luego de unos segundos se adivina el brillo de unos ojos, luego un rostro que se esconde en el montículo, vertido por una maquinaria. La cara es la de Khaled, un joven sirio que viaja de contrabando. Éste, que evade la aplicación de las políticas migratorias –que luego son burladas por un hacker con pinta de vago que le diseña una carta de identidad que lo avala como refugiado, condición que le ha sido negada de forma legal–, se encuentra con el dueño de un restaurante, un hombre maduro y desilusionado de su mujer, decidido a sacar su negocio adelante, que le da trabajo, aún a sabiendas de su condición de ilegal.
En el tratamiento del tema migratorio en el cine de Kaurismäki lo separa de casi todos los creadores que, desde diversas disciplinas, han tratado el asunto. El escritor Emmanuel Carrère –autor de Callais (2017), un libro sobre el campamento de refugiados al norte de Francia conocido como “la jungla”– y el artista chino Ai Weiwei –director de Marea humana (2017), documental sobre los asentamientos en los que están varados los migrantes–, por ejemplo, argumentan desde la postura de quien establece a priori que los refugiados no son delincuentes, tampoco ladrones de empleos o usurpadores de espacios. Kaurismäki no opera de esa forma. Él argumenta a través de ficciones que se formulan como un presente continuo en sus películas, es decir que no explora el pasado de sus personajes desde el punto de vista histórico, tampoco sociológico. Esto le permite, una vez más, enunciar desde una postura fílmica, desde su praxis como artista, como cineasta.
El otro lado de la esperanza tiene ecos de Milagro en Milán (1951), de Vittorio de Sica. El clásico del maestro italiano es una metáfora que fue acusada de traicionar el realismo de películas cuya misión fue mostrar las ruinas físicas y morales europeas del siglo pasado (por ejemplo la trilogía en torno a la Segunda Guerra de Rossellini o los primeros filmes de Visconti). Milagro en Milán plantea cómo un espacio habitado por un grupo numeroso de personas es arrasado debido a la existencia de un asentamiento de petróleo. Al final sus habitantes surcan el cielo, desafiando la verosimilitud, sobrepasando al gastado realismo como estrategia estética.