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21/11/2024

Literatura

La alteración de la conciencia

Los libros de Philip K. Dick (especialmente ‘Valis’) y Marcel Proust ¿son capaces de afectar nuestra percepción de la realidad?

Juan Francisco Herrerías | martes, 6 de agosto de 2024

Fotografía de Kamil Feczko en Unsplash

Se suele decir que Valis (1981) es el punto en que Philip K. Dick por fin se desvencijó, en que su locura ganó la partida. Es uno de los textos donde trató de sublimar el evento extraordinario que le ocurrió el 2 de marzo de 1974: según sabemos, una entidad cósmica –un satélite que en realidad era Jesucristo (o el logos)– le disparó información a través de un rayo rosa, lo que le permitió detectar una condición médica grave en su hijo y le reveló, además, que estaba viviendo en una realidad aparente, que por debajo de Nixon y California se ocultaba el Imperio romano, que habitábamos el mundo del demiurgo. Afortunadamente, y esta era la razón detrás del disparo, Cristo alienígena se aprestaba a realizar una invasión divina para salvarnos.

Recuerdo muy bien la primera vez que leí la novela. Me había metido a una pequeña biblioteca pública para matar dos o tres horas hasta mi siguiente clase. Poco a poco, conforme avanzaba en las páginas, la realidad se ponía rara. El contexto ayudaba: la biblioteca, saturada de luz blanca, sin ventanas, ocupada por usuarios improbables y diversos, era por sí misma un ambiente extraño. Veía en los estantes manuales de carpintería y jardinería junto a best sellers obsoletos de fantasía, acomodados con la portada al frente como novedades. Las computadoras databan de la vuelta de siglo y un radio encubierto insistía tímidamente en sintonizaciones inestables. Había allí algo de no-lugar, de estación liminar, que lo probó el espacio indicado para la lectura.

La novela, y con ella la trilogía a la que da inicio, tiene algunos fans devotos, pero se trata de un subgrupo excéntrico dentro de los lectores de Philip K. Dick, que suelen preferir la bandera de Ubik (1969) –la novena sinfonía frente a los últimos cuartetos. En Valis la ciencia ficción no es ya un género ni un marco, no es un set de reglas y convenciones, sino una especie de motor paranoico que echa a andar la narración. En un pasaje ejemplar, los protagonistas se preguntan si las personas con las que viajan en un convertible son realmente, como ellos les aseguran, extraterrestres que bajo su piel humana artificial esconden un cuerpo crustáceo, o tan solo unos actores adictos de Los Ángeles que han perdido la cabeza.

Es un rasgo que se volvió dominante desde Una mirada a la oscuridad (1977), y que en cierto sentido es una culminación de toda la obra anterior. A partir de entonces la pregunta esencial de Philip K. Dick, “¿qué es lo real?”, golpea más cerca de casa, en la contracultura estadounidense, en la resaca de los sesenta, en su propia comunidad. En el corazón del texto está el dolor por los amigos muertos o arruinados, por la oscuridad de la época. Las investigaciones de Philip K. Dick adquieren una cualidad confesional y desesperada, gnóstica. Al centro, la duda: el quiebre de lo real, lo fantástico, ¿no estará solamente en la mente de los personajes, destruidos por el exceso, que siguen viviendo en nuestra misma realidad pero ven signos de alteración en cualquier cosa? ¿Están acaso tras una pista verdadera y se enfrentan a una conspiración de proporciones gigantescas o son tan solo unos imbéciles? El narrador no parece saberlo.

Si a lo largo de los libros de Philip K. Dick distintas versiones de la realidad amenazan con colapsar, en su período tardío el colapso alcanzó finalmente también a la suya (¿la nuestra?). No se puede decir con certeza quién está loco y quién cuerdo, qué es delirio y qué es verdad o, más precisamente, para el lector es difícil discernir cuál es la realidad real, diegética digamos, dentro de la novela y cuál la realidad imaginada o supuesta. No hay un asidero, la ficción se vuelve una sustancia corrosiva. Para cuando salí de la biblioteca sentía que mi percepción no era la misma. Suena muy exagerado, pero no era muy diferente a comerse un ácido o un hongo. Era una sensación menos dérmica, menos sensual, pero se sentía como tener una avería en el raciocinio, una desconfianza instalada allí, los objetos se habían vuelto porosos, sospechosos.

Solamente otro escritor ha tenido efectos similares en mi conciencia, si bien menos psicodélicos: Marcel Proust. Para el segundo volumen de En busca del tiempo perdido me di cuenta que tenía su sintaxis en mi cabeza, como un virus, un filtro por el que pasaba toda mi experiencia. Para poder reflexionar, para analizar mi propia vida, lo tenía que hacer imitando su estilo. Si pensaba en mis amistades, en mis objetivos, en mis historias de amor fracasadas y mis tenues esperanzas futuras, en mi familia, en mi infancia –obvio–, todo esto tenía que pasar por el aliento de Proust. Sus frases (o una versión de tercera de ellas) salían de mi cabeza automáticamente, como de una inteligencia artificial, inoculando versiones alternativas, conjeturas, explicaciones, contraexplicaciones, nuevos detalles inauditos, derrumbes. Mi realidad se volvía más rica y, a la vez, inasible, fugaz, compleja. Llegó al punto en que tenía que resistir: pensaba, Proust me salía al paso y me esmeraba por clausurarlo, apagarlo, imponerme frases más simples, más pragmáticas, limpiarme de sus toxinas.

Alan Moore –en afinidad con Jodorowsky– ha dicho que un escritor es una suerte de mago o chamán que ejerce su hechizo sobre la mente de sus lectores, que entre un artista de nuestros días y un brujo neolítico hay un mismo hilo conductor. Estamos en un territorio horrorosamente cursi, desde luego, pero los casos de Valis y Proust me volvieron más receptivo a ese tipo de discurso. Quizá toda obra de arte realiza alguna operación sobre la conciencia, nuestra manera de percibir cambia. Quizá después de una gran obra de arte el mundo no vuelve a ser el mismo.

Apenas unos años después sucedió algo que me sugirió que seguía bajo el encantamiento de Valis. Para ese entonces me había mudado a las clases en línea. En mi pantalla apareció por primera vez un nuevo alumno, Evan, acomodado en su sillón de lectura, mirándome con la misma cara –barba entrecana, boca hermética, calma y calidez en los ojos– de Philip K. Dick. Acariciaba al gato en su regazo y me decía que vivía en California y le gustaba leer ciencia ficción y filosofía, que practicaba la meditación y el budismo tibetano. Pensé que se trataba de un chiste. Frente a mí estaba el autor de Ubik, atravesando las dimensiones para darme algún mensaje ¿de esperanza?, ¿de fe?, ¿una advertencia? ¿O era acaso una trampa? Fingí que todo era normal, oculté mis nervios y continué con la lección, aunque sabía que un acontecimiento cósmico y urgente se ponía ya en marcha.

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