21/11/2024
Literatura
La mecánica de lo peor
Publicada por Literatura Random House, la nueva novela de Fernanda Melchor, ‘Páradais’, completa un tríptico sobre el ‘trópico negro’
A falta de crítica, o al menos de periodismo cultural que no opere como departamento de márketing, los opinadores mediáticos y booktubers emitieron sus dictámenes, como leyendo un apuntador: “te agarra y no te suelta”, “se lee de una sentada”, “es como ver una película”. Dado que son elogios, podría pensarse que se refieren a uno de esos productos editoriales diseñados para ser consumidos en la playa, pero se trata de la novela más reciente de una de las escritoras mexicanas más leídas y celebradas de los últimos años, Fernanda Melchor. Intentemos seguir otro camino. Propongo abordar Páradais como una obra literaria.
La tercera novela de Melchor forma, junto a Falsa liebre (2013) y Temporada de huracanes (2017), una suerte de tríptico sobre el trópico negro, “este trópico melancólico y violento que fui construyendo con mis experiencias en Veracruz puerto y en las zonas rurales que lo rodean”, como explicó a Antonio Ortuño en una entrevista. Se trata, entonces, de delinear una zona, un espacio en el que la ficción duplica lo real para otorgar consistencia material al relato (el condado de Yoknapatawpha de Faulkner, etc.). Este territorio, sin embargo, opera fundamentalmente como marco de una retórica, una prosa que emula cierta habla y otorga su característica central a la escritura de Melchor.
Pese a los referentes que vienen a la mente, no hay aquí ethos barroco, una “estrategia para hacer ‘vivible’ algo que básicamente no lo es: la actualización capitalista de las posibilidades abiertas por la modernidad” (Bolívar Echeverría); tampoco utopía del lenguaje (Páradais no tiene voluntad de Paradiso). En las novelas de Melchor atestiguamos una suerte de mimesis verbal que localiza las historias y lleva a la superficie de las palabras la violencia de lo narrado, a través de un amplio registro sensorial.
La aclamación de Temporada de huracanes podría entenderse a partir de un aspecto concreto de su concepción: de estructura compleja y frases largas, polifónica y rica en léxico, nunca abandona el marco realista. Al final sabemos quién es la Bruja de La Matosa, cómo ocurrió el crimen, qué tipo de pulsiones animan a los personajes; el enigma es desterrado, la sintaxis queda incólume. Páradais, un relato más breve, persigue la eficacia y, a favor de una trama legible, simplifica sus recursos hasta volverse anecdótica. La violencia borbotea en el habla juvenil lumpenizada, pero persiste la corrección sintáctica. Hay una lectura política posible: el sustrato de la lengua permanece inmóvil, como la realidad narrada, mientras en la superficie las palabras aletean como insectos atrapados en una materia viscosa. Los personajes de Melchor no tienen salida, y las que vislumbran son espejismos.
Decididamente marginales pese a su diferencia de clase, Polo y Franco, los protagonistas de Páradais, se mueven dentro de las coordenadas de un orden opresivo que les ofrece dos opciones: la miseria (económica o moral) o la delincuencia. Algo recuerda a Los excluidos (1980), de Elfriede Jelinek, una novela sobre cuatro jóvenes de orígenes sociales dispares que, en la Viena de la posguerra, comparten la frustración ante un futuro borroso y terminan cometiendo actos horribles. Pero donde Jelinek trabaja las diferencias del habla, con las desigualdades expresándose en el lenguaje –que somete a una crítica despiadada–, Melchor coloca a Polo, obrero, y a Franco, hijo de familia, en un mismo plano verbal. El epígrafe de Las batallas en el desierto sirve para señalar lo que ha cambiado en el México retratado por Páradais: el enamoramiento adolescente por la mujer mayor carece de inocencia en Franco Andrade, que sólo puede acceder al objeto de su deseo mediante la violencia homicida.
El paraíso siempre estuvo perdido, nos recuerda el estratégico nombre de un personaje secundario (Milton), pero hay momentos en los que el narrador de la novela –Polo desdoblado en tercera persona– se permite descripciones del paisaje; la prosa adquiere otras tonalidades y registros, el léxico se diversifica. Son momentos en los que el lector puede vislumbrar algo distinto al determinismo de lo peor. Su prosa “no da respiro”, se ha dicho: en Páradais abundan las palabras, pero muy pocas permiten vislumbrar un afuera, delinear una realidad otra.