Por distintas razones, es un error ver Leaving Neverland (2019), el documental de Dan Reed, como el último clavo en el ataúd de Michael Jackson. La pregunta es, en realidad, si es un error ver Leaving Neverland. Estrenado a inicios de marzo por HBO, el documental de casi cuatro horas responde a un sentimiento extendido: que el cantante norteamericano hizo de todos nosotros unos “nihilistas morales, porque al final Jackson nos importaba más que Jordy Chandler”, como apuntó Paul Lester en su ensayo “Los veinte grandes hits de Michael Jackson” (2014).
En un sentido, constato que por fortuna en Leaving Neverland no son Jackson ni su ataúd los que importan, sino dos testimonios: los de Jimmy Safechuck y Wade Robson, quienes de niños (Safechuck a los diez años, Robson a los siete) iniciaron, junto con sus familias, una relación con Jackson. Ambos afirman que fueron abusados sexualmente por el cantante. Como lo hizo en su documental de 2014, The Paedophile Hunter, Reed vuelve a explorar un entramado complejo y tabú. Entonces retrató a un grupo de justicieros liderado por Keiron Parsons (o Stinson Hunter), que se hacían pasar por menores de edad con el objetivo de cazar pedófilos. Ahora pone su atención en dos víctimas. Lo que se deja fuera en ambos documentales es mucho más perturbador: en un caso, los límites legales del vigilantismo; en otro, la vida de Michael Jackson.
Es fácil ver Leaving Neverland como una (triste) coda sobre el lugar que ha ocupado Jackson en nuestra cultura. Los alegatos de abuso y pedofilia ensombrecieron sus últimas dos décadas de vida pero convivieron, sin anularlas, con muchas otras narrativas que lo acompañaron. La principal es la que lo encumbró como el “Rey del pop”, pero hay otras más siniestras, que lo ponen como un síntoma del reaganismo (ver, por ejemplo, Rastros de carmín de Greil Marcus o Jacksonismo: Michael Jackson como síntoma, compilado por Mark Fisher), un genio musical, un niño eterno (sobreviviente, a su vez, de un padre tiránico) o el primer humano que estuvo dispuesto a sacrificar tanto en el altar de lo posthumano (son famosas su dismorfia corporal, su ambivalente identidad racial, el consumo de opiáceos, anestésicos y ansiolíticos, su inestable relación con la realidad).
A una década de la muerte de Michael Jackson, vale la pena volver a revisar el volumen editado por Fisher en torno a estas narrativas y contranarrativas, Jacksonismo: Michael Jackson como síntoma (2009; publicado en español por Caja Negra). Es un libro que, a través del prisma de una superestrella, permite mirar lo mismo las últimas y salvajes décadas del siglo XX que el presente, en el que se escurren memes como el Ayuwoki, se aprovecha una noticia para volver a cuestionar la autonomía del arte o se dedican exhibiciones de arte contemporáneo a Jackson.
Vuelvo a Leaving Neverland y a Paedophile Hunter: ¿qué dejan fuera? O, mejor dicho, ¿dentro de qué conversación aparecen estos documentales? Ya no se trata, insisto, del “legado de Michael Jackson” (lo que se ha escrito al respecto podría pesarse en toneladas). Es otra trama, evidente, la que se urde aquí: la hipersexualización ya no sólo de la juventud sino de la niñez. Una trama que, en Occidente, involucra a instituciones tan disímiles como la Iglesia Católica y Hollywood, y que opera con la inefectividad de los ejercicios espirituales que consistían en catalogar pecados de todo tipo: el penitente aseguraba no haber cometido tal o cual falta moral y, en el proceso, se enteraba del menú completo de opciones.
En su ensayo “La tarde de los niños con sexo”, incluido en Contra todo (2016), Mark Greif lo explicó así: “Entre más una nación entera inspeccione las características sexuales de los niños para asegurarse de que no se está excitando por la infancia, y caza sagazmente para asegurarse de que sus miembros menos confiables no se están excitando, más se arriesga en crear una fascinación sexual con el niño. Sin importar cómo mires, para aceptar la fantasía, o para asegurarte de que no ves nada, te unes a la abominación”.
Es difícil ponerlo por escrito, pero cualquier lugar adonde uno mire en nuestra sociedad (especialmente si se trata de una pantalla) aparece la sospecha de que se ha normalizado ya la sexualización de la niñez, una consecuencia del culto excesivo a la juventud. Ignoro si estamos en el amanecer de una nueva sexualidad. En este punto, Greif es más pesimista (pero también, hay que reconocerlo, se ha atrevido a pensar al respecto): “Estamos en el atardecer de esta nueva sexualidad, y ya es demasiado tarde como para denostar la juventud o para trivializar efectivamente al sexo”. Lo cierto es que, en nuestra sociedad, que celebra tanto la libertad individual y le cuelga tantas virtudes a la juventud, hacen falta más adultos responsables.