16 de agosto de 2017

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Literatura

Ciudad amarga

Chai Editora publica una nueva traducción de ‘Fat City’, la mítica novela del narrador y guionista estadounidense Leonard Gardner

Guillermo Núñez Jáuregui | lunes, 17 de julio de 2023

Fotograma de 'Fat City, ciudad dorada' (1972), de John Huston, adaptación de la novela de Leonard Gardner

En el número cero de Esquina Boxeo (marzo de 2012, editada entonces por Mauricio Salvador, Rodrigo Márquez Tizano y Rodrigo Castillo), en la esquina inferior derecha de la página dedicada a reseñas, se revisaba rápidamente Fat City (1969) de Leonard Gardner. El texto no iba firmado y se apuntaba que aún no existían traducciones al español. La idea que se daba del libro era muy clara: un clásico en la estela de Hemingway, escrita con ese estilo destilado, de frases breves, revisadas hasta el cansancio.

Ahora circulan al menos dos traducciones: la de Rubén Martín Giráldez, publicada por Underwood en 2016, y la de Juan Nadalini, publicada por Chai Editora este año (y que recién llega a librerías mexicanas). Llegué, así, con ideas preconcebidas a la novela: es un libro sobre boxeo, un deporte a menudo asociado con el fantasma autodestructivo de la virilidad, del heroísmo en la miseria; es una “novela de culto”, pensé también. La cuestión es que las ideas preconcebidas son similares a los recuerdos falsos: dan una sensación de seguridad epistémica que fácilmente puede desbaratarse. No ayuda, tampoco, que exista una adaptación al cine, Fat City, ciudad dorada (1972), de John Huston, cuyo tema principal es la melancólica “Help Me Make It Through The Night”, de Kris Kristofferson, y cuyo final es distinto al de la novela, más triste.

De la entrevista que David Lida le hizo a Gardner para The Paris Review, con ocasión de la reedición de la novela en su aniversario cincuenta (en 2019 se añadió al catálogo de los NYRB Classics): “Yo tuve problemas de amor de juventud. Me casé a los veinte años y era muy romántico en mis actitudes. Mi esposa se marchaba a cada rato. Años más tarde hablé de esto con mi hermana y le dije, ¿sabes?, me dejó seis o siete veces. Y mi hermana dijo, no, lo estás recordando mal. Te dejó veinte veces”. Y un poco más adelante, recordando al tipo de mujeres que lo inspiraron para el personaje de Oma: “Una mujer se sentó a un par de bancos del mío, y de pronto empezó a chorrear orina por un lado de su banco. Y el camarero le empezó a gritar, ¡sal de aquí!, y ella no reaccionó. No se iba a ir. No sé por qué no tuve las agallas de poner eso en el libro”.

Me sorprendió leer eso, porque Leonard Gardner sí lo incluyó. Se lee en el capítulo 22: “Cuando bajó al bar –un sitio sombrío, fétido, mal iluminado por lamparitas desnudas que colgaban desde cables largos sobre unos cuantos vagabundos vencidos sobre sus vasos–, el empleado de la barra le estaba gritando a una mujer. Debajo de su banqueta había un charco. De cintura inexistente, cuello ancho, cara y tobillos inflamados, piernas llenas de moretones y de costras, la chica estaba sentada con su copa sobre el regazo, fuera del alcance del barman, y le aseguraba indignada que no pensaba irse hasta no terminar el trago”. ¿Me equivoco? ¿No se sugiere que el charco es de orina? ¿Importa? Creo que a Gardner, ya en sus noventa, se le puede perdonar un recuerdo falso o a medias.

Es útil clasificar a Fat City como una novela sobre boxeo, ayuda a no demorarse en los temas que la hacen una “novela de culto”, un problema por descifrar: la obsesión por no estar solo, los ritmos repetitivos del alcoholismo, los trabajos del proletariado, la esperanza como vicio… Lo cierto es que la otra idea preconcebida que tenía sobre la novela, sobre su estilo depurado, se cumple: se reconoce a leguas la escuela de borradura a la que perteneció Leonard Gardner, una trama que avanza a fuerza de acumulación de escenas y catálogos (como el que describe el cuerpo de la mujer o el estado del bar, en el pasaje citado), resultando a su vez en los veinticuatro capítulos o episodios que completan la novela: peleas, encuentros y desencuentros en bares, viajes breves, descripciones de jornadas laborales, los ocasionales vistazos a vidas interiores, etcétera.

El resultado del ensamblaje no es una historia lineal sino un tapiz que expresa cómo se siente que vuele el tiempo, preñándonos de experiencias y aniquilando la inocencia. Y aparece, entonces, una lección que no sabemos bien si está en la novela o la llevamos a la lectura para sostener el tapiz: dado el panorama del deterioro físico y las oportunidades perdidas, ¿no es el reto elegir no amargarse?

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