Es curiosa la idea detrás de un faro: es una edificación perpetuamente semiabandonada, construida a orillas del mar y puesta ahí, a la intemperie, con una misión importante pero sin más que lo custodie. No es gran cosa y sin embargo se le percibe como un coloso o un cíclope que vigila el orden del mundo desde el horizonte. Como símbolo parece estar vinculado constantemente al lugar seguro, un espacio de calma en medio de las turbulentas aguas marinas y, a pesar de ello, para los barcos jamás ha sido más que un punto de referencia, nunca el destino. De enorme carga literaria, los faros aparecen no sólo en las narraciones orales de la antigüedad sino también en la literatura clásica, siempre como un lugar presto para la solitud, de conjuras y misterios internos. Tal vez por su lejanía de la civilización, de Jules Verne a Virginia Woolf, es entendido como un espacio que provoca introspección a la vez que resulta terreno fértil para hacer germinar la locura. Esa peculiar conjunción de elementos pareciera ser el interés detrás del segundo largometraje del cineasta norteamericano Robert Eggers, The Lighthouse (2019), filme que explora la potencia del deseo desde una cualidad mítica y con el que ahonda, una vez más, en las posibilidades del cine de horror contemporáneo.
Situada a finales del siglo xix, en el inicio dos hombres arriban a un faro perdido en algún punto no determinado de la costa estadounidense, ajenos a la modernidad y sus temores específicos. Entre la bruma y el estruendo de las olas sobre las piedras aparecen sus rostros, estoicos, en un plano medio que nos permite observarlos y grabarnos su gesto casi como en un retrato. Thomas (Willem Dafoe), el viejo con cara de marinero curtido, es el encargado del faro desde tiempo atrás, soberbio y enfadado, su carácter duro chocará inmediatamente con el de Winslow (Robert Pattinson), dócil joven recién llegado, de bigote prominente, que tiene la misión de realizar trabajos de mantenimiento urgentes para conservar el lugar en pie.
Tan ardua como la labor del farero resulta la carga interpretativa y de puesta en escena que sostiene la cinta. Filmada en 35 mm, en formato 16:9 y en un blanco y negro poco saturado, la imagen expide la soledad y desasosiego de sus personajes antes de que ellos pronuncien palabra. Aparte de eso, la cámara apenas interviene y el filme construye el enfrentamiento entre ambos hombres a partir del diálogo y el sonido que llega desde la distancia, descubriendo sus personalidades –opuestas aunque no del todo carentes de afinidad–, en medio de las alucinaciones y confesiones que brotan del enojo, la soledad y el alcohol, haciendo aparecer el miedo de entre la desconfianza y el delirio que poco a poco les envuelve. Su relación es el eje rector de la cinta (que se sostiene gracias a su potente labor histriónica); Eggers encontrará el terror en el choque y posterior derrumbe moral y psicológico de cada uno de ellos. Ambos personajes están perfilados a la manera de los de Herman Melville, masculinos y ariscos, aunque matizados a partir de los arquetipos de la mitología griega. De alguna manera el filme podría leerse como una actualización vaga del mito prometeico, pues en el centro del conflicto existe una pugna por el fuego. Lo que alimenta el faro es también aquello que distancia a los personajes definitivamente: Winslow tiene que derribar la retorcida figura paterna que encuentra en Thomas y robarle el control del fuego, mismo que de manera directa sublima no sólo el conocimiento sino también, y más importante aún, el deseo. En The Lighthouse el fuego cobra una dimensión casi divina, es el punto de origen que hace funcionar el todo, en el que Thomas y Winslow encuentran aparente calma a su certidumbre.
Así, lo que comienza como el seductor canto de una sirena, se convierte luego en una violenta obsesión que derivará en locura. A partir de ese momento la realidad cobrará la densidad de una alucinación y la bruma que rodea la pequeña isla cubrirá también los acontecimientos, llevándolos al delirio. “Es de la mala suerte matar una gaviota”, advierte Thomas, y el destino de Winslow –no tan alejado del de Prometeo–, quedará marcado por esa advertencia, sin que quede claro en que parte del espectro de la realidad nos encontramos. Y es que tal vez ahí radica el flanco más débil del filme. La construcción el delirio, fuertemente cimentada en el sonido y en el montaje, se vuelve en contra de la película cuando se hace evidente que no deja de girar sobre un mismo eje. La insistencia en la repetición diluye la fuerza del conjunto.
Irónicamente la idea detrás de un faro resume también parte de la construcción y percepción del filme: en el interior reúne características que lo vinculan a la figura del titán, terrorífico e implacable que, por debajo, explora lo más mínimo y absurdo de la condición humana. En el exterior opera también de forma parecida: en medio del panorama hollywoodense contemporáneo del que el filme y su director emergen, la película es un punto de referencia que, no obstante, difícilmente será un destino sólido en algún momento.
https://www.youtube.com/watch?v=fDBNcTMmR30
Texto publicado en La Tempestad 151 (noviembre de 2019)