Tres eran los directores de “cine de arte” que destacaban durante mi adolescencia, y de los que se hablaba en los cineclubes y con las muchachas. Peter Greenaway, Krzysztof Kieślowski y Stanley Kubrick. Mi personal trinca de meros meros. Eran los años noventa, los tiempos de Jorge Campos.
De los tres, el que prolongó su fama hasta principios de este siglo es Kubrick. Su nombre estuvo escrito con letras tamaño humano en el zócalo de la nueva Cineteca Nacional al menos ocho meses. La cantidad de tiempo en que estuvieron pasando sus pelis y exhibiendo los maniquíes del Moloko y las máscaras de Ojos bien cerrados, entre otros props y vestuarios. ¿La gente ve su cine en los años veinte del siglo en turno? Sin duda. Yo, en cambio, dejé de venerar a Kubrick sin darme cuenta de por qué. Me fui por otras vías. Sin embargo siempre que el tema era puesto en la mesa, yo agregaba que el joven Kubrick era el que más me gustaba. Sus primeras películas seguían ancladas a algo dentro de mí. El problema es que yo también las vi estando muy joven. La enfermedad de mocerío.
Kubrick tenía poco menos que cuarto de siglo sobre este mundo de sombras y luz cuando decidió renunciar a su chamba de fotógrafo para hacer su primera película. Siempre la odió y no la bajó de exaltado experimento amateur. No son palabras literales. La leyenda dice que él mismo buscó y destruyó todos los registros que de la película existían; la odiaba, no quería que tú o yo la viéramos. Disfruté de Fear and Desire (1953) anoche. La película me pareció poco menos que una obra maestra. Filmado con un crew muy reducido, usando una carriola de bebé para los movimientos de cámara y activando un viejo tráiler con insecticida para crear la niebla del río, el filme empieza con una voz en off que dice:
There is a war in this forest.
Y en ese momento, la sobada magia del cine acontece. Hay una guerra, es indiscutible. Una guerra imaginaria entre rivales inexistentes. Hay acercamientos a los rostros de los personajes que son al mismo tiempo errores de continuidad y narrativa pura: una suerte de espejo roto que por azares del destino refleja la trama por sus ángulos menos comunes. Desde las escenas iniciales, y mientras nuestros héroes avanzan por el bosque, escuchamos un gentío de voces, escuchamos un ordenado fragmento de soliloquio sin saber qué soldado medita qué. Los iremos conociendo, sus voces internas se volverán más y más inquietas, hasta rozar la poesía. Todos son sabios a su manera, sabios y precisos y con un destino preclaro: la muerte.
Pasan cosas terribles en esta película breve y delirante. Hay una pescadora hermosísima amarrada a un árbol, un perro condecorado, ganas irrefrenables de matar a otro ser y un chavito que, excitado, pierde la razón. Las pistas del posterior cine de Stanley Kubrick están aquí, como un atajo de migajas de pan. ¡Qué bien le hace el cine del joven Kubrick a un Gabriel adulto y herido! Escribo esto tratando de memorizar lo que dice el soldado con Amok acerca de las manijas en las puertas. Ese soliloquio en medio de una guerra que sólo es probable en la escasa hora que dura el filme.
Curioso. Que yo recuerde no había props de esta película en la necia exposición de Kubrick de hace unos años.