Que todas las familias felices se parecen y las infelices lo son cada una a su manera podría explicar la insalvable monotonía de las familias televisivas, condenadas por la vocación anestésica del medio a una trabajosa pero certera felicidad. Las familias del cine o la novela, en cambio, suelen debatirse en una forma de la infelicidad que las hace únicas y a veces espejos deformantes de un mal mayor. Por una aspiración implícita del género, responden a otra escala de representación. No se contentan con el pequeño drama privado, quieren ser bigger than life. Ni el cine ni la novela ambicionan ya imaginar rupturas o modos alternativos del orden social, y la familia parece ser la única forma de vida colectiva capaz de representar la aceptación o el rechazo del orden dado. La política, se diría, se ha domesticado en la ficción.
En ese reparto prolijo de ambiciones Los Soprano (1999-2007) es una feliz excepción. Mezcla de comedia negra y gangsterismo mafioso, la serie de David Chase combina la minucia cotidiana de la familia prototípica de la pantalla chica con los dilemas morales irresolubles más propios de las obras acabadas del género mayor. El híbrido es voluntario y aspira a vencer la cuadratura del aparato y la tiranía repetitiva de la serie de ficción. No desprecia las tradiciones del cine y la literatura con la suficiencia típica del midcult sino que intenta recrearlas en el espacio y el tiempo ampliados de la televisión. En esa y otras ambiciones tiene pocos precedentes; en rigor, no más de dos: las 15 horas y media de Berlin Alexanderplatz (1980), la adaptación televisiva de Rainer Werder Fassbinder de la novela de Alfred Döblin, y las seis horas de The Singing Detective (1988), la miniserie de Dennis Potter, renovador prolífico de la televisión británica. Más escrupulosa en el recuento, Los Soprano retrató durante seis temporadas y 86 episodios los pormenores del infierno familiar. Hay quien la consagró ya como la obra más importante de la cultura popular norteamericana del último cuarto de siglo.
Mezcla de comedia negra y gangsterismo mafioso, la serie de David Chase combina la minucia cotidiana de la familia prototípica de la pantalla chica con los dilemas morales irresolubles más propios de las obras acabadas del género mayor.
La experiencia es adictiva, y bastan tres o cuatro episodios para quedar atrapado en la execrable rutina de los Soprano. En el primer capítulo, Tony Soprano (James Gandolfini), capo de la mafia de Nueva Jersey, visita a una psiquiatra buscando remedio a sus ataques de pánico. Aunque le cueste admitirlo, algo empieza a desmoronarse en su pequeño feudo privado. Puede que el mal esté en su familia de clase media acomodada, en su otra familia más ancestral y violenta o en la convivencia de ambas, una combinación indigerible de normalidad suburbana y crimen profesional. Hay una imagen recurrente en su relato, una bandada de patos que abandona su casa después de anidar unos días en la alberca, y al bruto de Tony, capaz de quebrarle una pierna a un deudor moroso, se le llenan los ojos de lágrimas cuando recuerda, durante la sesión, a los patos remontando vuelo. Es sólo el comienzo de una intrincada red de dramas familiares desmenuzados en la terapia, desde los pequeños conflictos domésticos a la trama más escabrosa de la mafia. Como la psiquiatra, el espectador queda entrampado en las lealtades siempre dobles de los Soprano, desconcertado frente a un caso que desborda el cauto relativismo moral del psicoanálisis.
Tony Soprano, mafioso autoconsciente, es así el último avatar de un mito cinematográfico clásico. Desde La ley del hampa (1927), de Von Sternberg, el gángster compone, junto al cowboy y el policía, la triada más popular de héroes mitológicos del cine norteamericano; hombres armados en un mundo sin mujeres. Héroe y villano al mismo tiempo, cowboy modernizado en las fronteras urbanas, el gángster es, de todos, el más perdurable, capaz de inagotables versiones y perversiones, desde la glorificación de la violencia en Caracortada (1932) de Hawks o la épica monumental de las tres El Padrino (1972, 1974 y 1990) de Coppola al sadismo antisentimental de Buenos muchachos (1990) de Scorsese, culminación moderna del género que cuestiona con humor feroz la estatura trágica del héroe.
Pero, a diferencia de sus precursores más ilustres, Los Soprano no es una pieza de época. No es la mafia de los cuarenta y los cincuenta retratada con distancia y grandeza épica desde los setenta, ni la de los sesenta y los setenta mirada desde los posmodernos noventa. Tampoco ignora el poder de la cultura de masas en el imaginario popular. Tony Soprano es el gángster suburbano de hoy, padre de familia, hijo solícito y vecino de Nueva Jersey, y a la vez anarquista profesional y bruto desalmado. Puede acompañar a su hija adolescente a una entrevista en una universidad vecina y estrangular a un hombre con sus propias manos en el mismo viaje. En una sociedad individualista y violenta, la naturalidad con que puede pasar de un lado al otro lo vuelve perturbadoramente universal. No sorprende que se invoque a Shakespeare para dar cuenta de la inquietante ambigüedad moral de un mundo en el que el poder o la nobleza de las emociones contradicen la iniquidad de los actos. La trama de nuestra vida está hecha de una fibra mezclada, a la vez buena y mala. Hay algo reconocible detrás de la monstruosidad ostentosa de los Soprano, una familia relativamente normal pintada con colores saturados.
Por una vez la televisión no es un remedo torpe del cine sino un medio con posibilidades propias, capaz de ampliar el arco narrativo del largometraje, combinando la consistencia de foco y tono de la narración cinematográfica con el avance moroso en la construcción de tramas y personajes.
Con toda su perspicacia realista, no es en la revitalización del género mafioso donde la serie de David Chase sorprende al espectador. Reluce sobre todo en la invención de una nueva forma narrativa para el medio, a mitad de camino entre la falsa autonomía del seriado unitario y la intriga autoritaria de la telenovela, asombrosamente adecuada para dar cuenta de la complejidad arborescente de las tramas familiares. Contrariando los presupuestos tiránicos de la narración en la televisión, no hay un cierre concluyente ni un continuará en sentido estricto al final de cada episodio o de cada temporada. La certeza de que el interés narrativo no se sostiene sólo a fuerza de manipulación no es nueva para la literatura o el cine de arte, pero nunca antes se había defendido con tanta convicción en la cultura popular.
Por una vez la televisión no es un remedo torpe del cine sino un medio con posibilidades propias, capaz de ampliar el arco narrativo del largometraje, combinando la consistencia de foco y tono de la narración cinematográfica con el avance moroso en la construcción de tramas y personajes, más propio de la forma novelística. Entusiasmado con la novedad, el crítico Vincent Canby definió esta forma cinematográfica como megafilme y la afilió a Avaricia (1924) de Erich von Stroheim, que intentaba durante nueve horas y media adaptar la novela de Frank Norris, McTeague. Reducida más tarde a cinco horas y finalmente a poco más de dos, sólo sobrevivió en el formato industrial convencional impuesto por la producción, que el director enfrentó como quien exhuma un cadáver. El megafilme televisivo, sugiere Canby, podría haberle ahorrado la humillación.
La referencia a los esfuerzos pioneros de un director a sueldo empeñado en hacer arte en la industria es oportuna si se piensa en la proeza de David Chase. Frente a un cine norteamericano empobrecido por las fórmulas gastadas de la superproducción, Los Soprano parece alentar la posibilidad de reeditar en la televisión esos raros productos de Hollywood de los treinta y los cuarenta en los que el talento impersonal no era contradictorio con la inventiva y la experimentación más personales. En los créditos de la primera temporada de la serie figuran no menos de once directores, ocho guionistas y dos directores de fotografía y, aún así, bajo la supervisión de Chase, autor del argumento original y de algunos de los guiones, los relevos son imperceptibles.