La cineasta Lucrecia Martel (1966) nació en Salta, en el noroeste argentino, cerca de la frontera boliviana. Los cuatro largometrajes de ficción que ha filmado hasta ahora conforman una apuesta arriesgada y relevante dentro del panorama actual. Sus filmes son complejos narrativa, temática y estilísticamente. En tres películas clave del siglo XXI —La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008)— ha revisado el entorno familiar en quiebre, con una mirada crítica de la clase media argentina. Su más reciente producción, Zama (2017), adaptación de la gran novela de Antonio Di Benedetto, se exhibe estos días dentro de la programación de la 63 Muestra Internacional de la Cineteca.
Esta conversación sucedió una noche de fines del verano en la ciudad de Oaxaca, junto a la pequeña piscina de un hotel. Lucrecia Martel visitó la ciudad del sur de México como invitada del primer Coloquio Internacional de Producción Artística Contemporánea, al que asistieron también el filósofo Gianni Vatimo, el escritor y crítico musical Paul Griffiths y el programador cinematográfico Richard Peña, entre otros.
El inicio: contagiarse de la voluntad de otros
¿Cómo llegaste al cine?
Tenía un entusiasmo infantil, adolescente, de organizar representaciones de cualquier estilo. A veces con mis hermanos jugábamos a rehacer cintas que habíamos visto, sobre todo de spaghetti western, y era un poco observar las películas, quedar fascinados y después intentar reproducirlo en un marco donde además jugábamos.
Cuando adolescente, en mi colegio, para el aniversario de la patrona Santa Teresa de Jesús hacían unas fiestas teatrales. Como enseñaban griego y latín, el desafío era representar algunas obras clásicas. Hicimos representaciones de Las coéforas y Euménides, pero unas versiones, aún tratando de ser serios y solemnes, muy gore, llenas de sangre; me acuerdo porque era la encargada de hacer la sangre.
Fue un antecedente para después filmar los juegos de spaghetti western, mis primeras experiencias usando cámaras de video, en 1983. Eran cámaras pesadas, con muchos componentes, no los teléfonos de ahora. Muy relacionado con filmar esas representaciones, pasé al interés documental sobre la familia. Es fácil ver el camino que me llevó al cine, en la filmación de los eventos familiares vas descubriendo cosas que como participante no percibís y eso me resultó fascinante.
¿Recuerdas algún momento en el que hayas dicho “Voy a hacer películas, voy a dedicarme al cine”?
No se me pasaba por la cabeza, me parecía más que iba a ser científica: física, química. Cuando fui a Buenos Aires a estudiar, vi un curso de animación (en esa época filmábamos en 16 mm) y los cursos de animación me parecieron como un laboratorio, los movimientos de cámara, la mesa y cómo mover la mesa, todo eso. Me sentí dentro de mis inclinaciones y allí me introduje en un mundo de amigos que querían filmar, y me fui contagiando e hice el ingreso a una escuela de cine, pero fue resultado de contagiarme de la voluntad de los otros.
En un momento escribí un guión a instancias de un amigo. Y ahí sacamos un premio y filmé. El camino se fue abriendo sin mi esfuerzo hasta esa etapa. Después, para hacer mis películas, sí, ya fue una convicción mayor de querer hacerlas, luchando contra un mundo que no es fácil, películas no baratas, pero no muy comerciales, una combinación espantosa.
En este camino, ¿cuándo encontraste que el cine era uno de las formas en que podías decir (decirnos) algo?
De eso me di cuenta más tarde. En el proceso de querer filmar La ciénaga me di cuenta de que el cine era una forma de estar en la vida comunitaria, de participar en el discurso público, en la vida pública. Pero siempre con relación a fortalecer la participación comunitaria. Eso sentí con el cine, que me daba esa oportunidad.
Mi generación es una generación que deja la adolescencia cuando termina la dictadura. Toda la dictadura se caracterizó por evitar la participación ciudadana en la vida pública. Coincidieron esos años en donde uno trata de ver para dónde va con su vida, su profesión, su independencia económica, con un deseo de participación política, que en mi caso lo encontré de esta forma, no en términos partidarios, sino de ser parte del discurso público.
El cine es una actividad que está muy enmarcada en una situación de mercado, pero aun así, esos discursos públicos tienen una vigencia comunitaria, tienen posibilidad de ser compartidos y de no estar atados a parámetros de mercado que es un poco lo que sostiene el cine. Encontré que ese camino era posible.
Concibo el cine como un proceso de pensamiento, que algunos les es entretenimiento. No el proceso de pensamiento donde uno vierte su iluminación a los espectadores sino donde se activa una dinámica que no cierra un concepto sobre la realidad sino que la película muestra un proceso. Si algo tiene de interesante el cine es que se trata de un proceso y el espectador participa de ese proceso generando cosas cuyos límites no conocemos. Acentúo esa idea con ciertos trucos –que para mí se relacionan con el sonido– para sensibilizar una percepción en general muy domesticada
Primeros trabajos: atmósferas cotidianas
En cuanto a la construcción de ambientes en La ciénaga y La niña santa… En mi experiencia como espectador, en La ciénaga va creciendo una tensión que nunca se resuelve. La niña santa es igualmente claustrofóbica, donde mucho sucede en la atmósfera viciada de un hotel, en un espacio más delimitado.
Claro, La niña santa era para mí como un cuento, tenía un grado de distancia con la realidad mayor que La ciénaga. La ciénaga era un territorio más probable y La niña santa un cuento para chicos, en la dirección de arte y las decisiones fotográficas, la idea era que estuviese más distante de lo real, de esa intención de realismo, de verosimilitud que estaba en La ciénaga.
De hecho ¿viste que en La ciénaga hay unas chicas que cantan frente a un ventilador una canción? De ahí salió La niña santa. Es como si fuese la puesta en acto de una cosa que es un canto de niños. Entiendo perfectamente a mucha gente que vio La ciénaga y les gustó, para quienes La niña santa es una decepción enorme.
Son tantas las tensiones entre los personajes que no sabes adónde van; esa intriga me atrajo mucho en esas dos cintas…
En general –creo que en Zama también– me parece que la construcción de la tensión tiene tantas posibilidades tan distintas que no necesitan de la trama, la tensión se construye de muchas maneras. Hay tendencias muy clásicas en el cine que sostienen que es la trama. Para mí como espectador no es válido, como directora obviamente voy por ese camino, pero como espectador no necesito la trama para permanecer en una película.
No sé si viste la película de Herzog El país del silencio y la oscuridad. Creo que es la mejor película que he visto en mi vida, la vi hace poco. Es una película documental, y justo es mucho menos discutible en el mundo documental la presencia de la trama, porque uno supone que el objeto ya en sí es la trama. El documental es para mí el género audiovisual que más se ha desarrollado y enriquecido, y la ficción todavía atada a los preceptos de la trama, ¿viste? Evolucionar le cuesta un montón.
Zama: la gran aventura
El cine es eminentemente colectivo; a diferencia de otras prácticas artísticas, se trata de un trabajo en conjunto. En ese sentido, ¿cómo has desarrollado tu más reciente producción?
En muchas películas he intentado volver a trabajar con las mismas personas, aunque no siempre es posible por las disponibilidades de cada uno. Lo que vos decís de la organización colectiva del relato del cine, creo que lo he vivido más profundamente en Zama, una película que sucede a fines del siglo XVIII, en donde las responsabilidades eran muy fuertes y estaban muy divididas. Diría que el lugar del director como autor en el cine es porque hace falta que alguien se sacrifique en pos del tiempo que lleva financiar una película, no pueden cuarenta personas estar detrás de eso. Yo creo que lo que más caracteriza al director es la testarudez, eso de ir detrás de la concreción del proyecto, pero la construcción de la cosa es algo muy compartido.
¿Qué tanto cambió el de guion durante el rodaje?
Es muy difícil ir registrando cómo uno va transformando la idea que tenía en la escritura, sumamente inmaterial y difusa, en la medida en que se va concretando, que ya definís los lugares, los actores. Ese proceso, esa metamorfosis es muy difícil de registrar. Yo no me acuerdo, porque la aparición de los actores, el casting borra tan rápidamente la materialidad primigenia, rápidamente hace desaparecer de un plumazo y ya no sabes cuáles ideas permanecen.
En Zama hay ciertas ideas muy profundas que son intuiciones en la etapa de escritura y que después curiosamente uno las logra poner sobre la materia, la gran cantidad de materias distintas que es el cine; los lentes, la luz, la elección de los actores, la música.
Hay ideas que tuve hace tiempo y olvidé durante el rodaje, ¿cómo es que volvieron a aparecer con tanta fuerza cuando veo la edición? Y se ve que permanecen ciertos hilos muy claros que pasaron a ser muy subterráneos y fueron organizando la composición de todo. Porque uno cuando está escribiendo un guión va teniendo idea acerca del sonido, de esto, de lo otro, y en la medida en que vas encontrando los espacios, las voces de los actores, te vas olvidando de esas cosas. Pero de golpe, cuando ves todo armado, aquella cosa de la etapa de escritura vuelve a aparecer y no recuerdo en qué momento forcé las cosas para que fueran para ese camino.
Es muy raro, ¿no?, una escritura que está orientada a ser abandonada, es muy extraña la relación que uno tiene con eso. A mí me han ofrecido muchas veces a publicar los guiones y siempre me resisto porque siento que es una materia a ser abandonada.
A diferencia de tus tres películas anteriores, Zama es una adaptación de una novela. ¿Por qué la elegiste y qué retos te planteó enfrentarte a un texto previo?
Cuando leí Zama ya tenía cinco años en mi biblioteca. Creo que cayó en el momento perfecto en donde la proximidad entre todo el proceso de pensamiento que es la novela y lo que personalmente me estaba pasando cuajó de una manera salvadora. Quizá me confundió y me hizo creer que tenía que hacer una película, en vez de ir a un café y charlar con un amigo se me ocurrió que tenía que hacer una película [ríe].
Siempre consideré una estupidez adaptar la literatura al cine, el cómic al cine, ahora pienso muy distinto después de este proceso. Creía que una cosa que ya había logrado su madurez en un tipo de lenguaje no tenía ninguna necesidad de pasar a otro, que era un oportunismo más del mercado que motivaciones narrativas profundas. Después, es curioso, ese pensamiento lo sostuve al mismo tiempo que consideraba que el cine era una manera de generar, de rehacer la trama de lo comunitario.
Las películas, ese tipo especial de textos, se transforman en conversaciones, el destino de una película no es otra película o influir en gente que va a hacer películas, sino es convertirse en una conversación familiar, una conversación de amigos. Yo considero que ése es el buen destino de estos textos públicos, y curiosamente, aunque siempre pensé eso, no entendía cómo entre textos alguien del cine se apropia de una novela, o de la pintura o la música. Y eso genera otra cantidad de conexiones, es un diálogo ya no solamente con tus coetáneos, conversaciones con los contemporáneos, sino con Di Benedetto que está muerto hace tiempo, con un momento de Latinoamérica, eso que para mí era tan valioso, en donde consideraba que mi acción como directora de cine se inscribía en una posibilidad de acción política, no me daba cuenta que eso estaba también en la relectura de las obras de otros, en las adaptaciones. Y que lo que producía ahí es ese salto temporal interesantísimo, donde el diálogo es con alguien que no está, con otro momento, con otro momento de tu país, otros referentes presentes en la novela, y entonces el diálogo se enriquece.
Me parece que lo que constituye a la comunidad –no importa si es una pequeña región o el mundo, a mí en general me importa más bien una escala media provinciana– es justamente compartir, poder conversar sobre ciertas cosas comunes, y que una película se base en un libro lo actualiza de alguna forma, no porque el libro esté en la película o porque se haga una adaptación fiel, sino porque se vuelve a referir y vuelve a entrar en circulación por las conversaciones que motiva.
Cuando veo la serie estadounidense Mad Men pienso: cuántos recuerdos en común poseen los ciudadanos norteamericanos por tener un pasado tan visitado por el cine, digamos de los años cuarenta, cincuenta, de una enorme producción cinematográfica, y vos ves ahora un producto televisivo en donde sentís que están hablando de un montón de cosas comunes a todos ellos, que los convoca emocionalmente. Eso me parece valioso.
Y ahora no diría que hay que hacer la gran cruzada por la adaptación de la literatura al cine, pero no la denostaría como antes.
¿Veías la adaptación fílmica como subsidiaria de la novela?
Lo veía como un oportunismo, querer sacarle jugo, no lo entendía, después me di cuenta de que cuando lees una novela que te cala profundamente es como si te picara una víbora, ya tenés el veneno adentro y empezás a ser como un zombi intoxicado por eso.
Ya no puedo distinguir las cosas que agregué, se empieza a armar algo donde no tiene importancia mi autoría, tiene importancia el proceso de contaminación, de intoxicación: soy yo pero es Di Benedetto de alguna manera, en una persona cuarenta años después. Es muy interesante, el lugar autoral se corrió de lo que era antes; todo, cada letra me pertenecía en el guión, ahora ni lo que yo inventé podría decir que es invento mío.
Cuando lo has hecho y puesto fuera ¿ya no te pertenece?
Exacto, y esa visión del autor como una emergencia, como una punta de iceberg y no como un individuo iluminado, me parece mucho más interesante y más próxima a lo que es, uno está flotando en los hombros de gigantes.
También es la edad, cuando uno es más joven quiere haber aprendido de gajo, no quieres deberle nada a nadie porque hay una necesidad de ruptura estúpida, dura muy poco. Pero en cuanto vos entendés que es como un pedazo de tejido más que se suma a una vastedad, que incluso te excede en el tiempo, porque las consecuencias de lo que uno hace, digamos de estas películas, las podrá ver o no ver el otro, pasarán al olvido o no, serán rescatadas o no, pero es un lugar mucho más interesante, que el tratar de ser reconocido como autor, es otra forma de participación. La idea de autoría creo le ha hecho mucho daño al cine, ha hecho un montón de engreídos, petulantes… Algunos genios, igual.
Sobre este tipo de escritura distinta, de un texto a partir de otro texto, ¿cómo lo enfrentaste?
Es un momento donde tenés que ser la persona más devota y la más traicionera. Es un lugar rarísimo porque la literatura es la literatura. Para mí fue muy placentero porque me sentía tan próxima. Es complejo porque me interesaba no tanto reflejar los acontecimientos como el proceso de la vida vista desde muy cerca de la muerte, cómo el sinsentido, lo absurdo, el sacrificio humano tienen otra escala. Yo siento que es como un humor de la gente que ya está más cerca de irse que de quedarse y ese proceso es inquietante porque frente al morir, ser algo, ser alguien, la identidad y todo eso deja de tener valor, se transforma en un absurdo, en una desesperación individualista. Creo que ese el fondo del meollo de lo que a mí me interesó de la novela.
Otras miradas: los privilegios del cineasta
¿Qué directores te interesan?
Para mí un cineasta que es increíble cómo puede navegar en diversas aguas es David Cronenberg. Sus películas parecen tener una trama muy fuerte y para mí nunca la película está basada en la trama. Cierto Kubrick con películas que un espectador podría rápidamente clasificar en películas de trama. Y más claramente David Lynch, que es como el escándalo de eso [ríe].
¿Has visto Maps to the Stars (2014), la última película de Cronenberg?
Sí. Esa película para mí es una decisión genial de Cronenberg, porque ese guión era una mediocridad absoluta e hizo una película espectacular. Ves la inteligencia del cineasta mucho más allá del guión. Se fue por caminos notables. Y la película de Herzog que mencioné, en este momento de mi vida, es la obra maestra del cine, es increíble la postura de él, extraordinario lo que dice sobre la existencia, el humor, el humor negro, la puesta de cámara.
¿De qué otras disciplinas te nutres?
Como soy una científica frustrada, a mí cualquier cosa que me proponga, aunque sea fantasiosamente, una posibilidad de estar en la zona de construcción de la ciencia, los esquemas, las teorías, me resulta atractivo. Para mí la lectura de ensayos sobre ciencia es muy movilizador para después hacer cualquier otra cosa. A veces los que tocan música se ponen a tocar la guitarra y es como un momento de inquietudes que se abren. A mí me pasa eso, cuando leo cuatro páginas sobre matemáticas me pongo a anotar cosas que son de otra índole, es el tipo de información que me hace burbujear.
¿Qué te ha mantenido en el cine a pesar de esta dicotomía de ser a su vez industria a expensas de las leyes del mercado, pero también una forma de expresión genuina? ¿En qué se basa tu persistencia?
No sé porque siempre que termino una película pienso en que nunca más haré otra, me parece un agobio. A mí lo que más me gusta en el mundo es conversar y el cine te pone en una zona donde el otro cree que puede revelarte sus sueños y lo valoro mucho. Desde que soy públicamente directora de cine, he tenido tantas veces el privilegio de escuchar sueños, o relatos, caminos que la gente no siguió pero de alguna manera permanecen en su deseo. Y todo esto porque esa persona cree que tengo autoridad para escucharlos. ¿Por qué? ¿Por qué hago cine? Es como un pasaporte a la cuarta dimensión.
¿Has retomado algunas de estas historias?
Sí, muchas veces, he robado palabras, frases, personajes. Y es ahí donde se produce parte del cine; creo que eso es ser humano, alguien te da algo y vos lo llevás y lo ponés en otro lugar y, así, todos vamos acarreando cosas de los otros.
Y lo que tú como cineasta diste a otros…
Sí, exacto. Me acuerdo que una vez una chica montó un poema que hizo sobre una película mía, bueno, no era sobre la película, pero ha sido la mejor crítica que alguien haya escrito sobre una película mía: alguien hizo otra cosa.
Para concluir, ¿algo que te preocupe hoy al pensar en el oficio al que has dedicado veinticinco años de tu vida?
Yo pienso que el peligro que tiene la actividad del que escribe lo que sea, se transforme en cine o en otra cosa, o de los que sin guion producen audiovisual, es esa locura de ahora: todas las empresas quieren contenido y con esa palabra se están haciendo desastres. He sido convocada por un montón de productoras de publicidad que quieren ahora producir contenido. Creo que es la paradoja de nuestra época, de pronto gente que quería hacer dinero vendiendo Coca-Cola ahora quiere producir contenido. Y esa palabra se transforma en las cosas más bizarras, con total falta de reflexión, si bien en modelos muy exitosos (por supuesto, de la industria norteamericana). Considero que debemos estar atentos a ese nuevo peligro que ha engendrado el capitalismo [ríe].