16 de agosto de 2017

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11/02/2025

Literatura

El retorno a Grecia

Una década después, Luis Felipe Fabre publica un nuevo poemario, ‘Poeta griego arcaico’ (Sexto Piso); lo revisa Juan Francisco Herrerías

Juan Francisco Herrerías | martes, 4 de febrero de 2025

Luis Felipe Fabre retratado por Jessica Rivera. Cortesía de Sexto Piso

En el Concerto Grosso no. 1 de Alfred Schnittke asistimos a una agonía: de entre las garras de la atonalidad y el caos intenta liberarse el barroco, el concierto debajo del concierto, y por momentos logra durar en perfecta compostura hasta que el siglo XX lo ataca otra vez y vuelven a trenzarse. Es como ver a una bestia prehistórica debatirse en un pozo de brea. Lo paradójico es que, en los lapsos en que logra asomarse, el barroco es él mismo con una fuerza tremenda. En el peligro, justo al borde de la disolución, ya despidiéndose, una forma adquiere su imagen completa. Algo hay de esto en un libro como Poeta griego arcaico (Sexto Piso, 2024), una Grecia antigua que choca, pugna y se mezcla con la brea del presente. En ese encuentro agónico consigue recuperar el pulso, llegar a otra vida.

Luis Felipe Fabre ya había partido antes en busca del pasado: el Virreinato, Sor Juana, el Mictlán, San Juan de la Cruz, Salvador Novo. Salvo por su saludable sensibilidad pop, dominante en libros como Poemas de terror y de misterio (2013), parecería que es un escritor profundamente insatisfecho con su tiempo, alguien fuera de lugar, y que la escritura es el medio que le permite irse a vivir a otra parte. Se puede argumentar, sin embargo, que este es su ejercicio más radical, no sólo porque está yendo aún más lejos en el calendario, y a una zona aún más clásica y legendaria –y en ese sentido vedada–, sino principalmente porque aquí está asumiendo ser un poeta griego arcaico, un nuevo Ossian. 

Inconforme con las escrituras del yo, lo que halla Fabre en la poesía es justamente la posibilidad de ser otro(s). Desde luego, el dictum de Rimbaud; pero aquí se trata sobre todo de una aptitud pagana. Pierre Klossowski sostenía que en las religiones politeístas había una psicología de lo múltiple, la diversidad de dioses constituía un teatro interior que enseñaba a aceptar las mudanzas tanto de nuestra propia persona como de lo comunitario, de lo histórico. El orden de los dioses –jerárquico y pesado, pero en última instancia móvil, cíclico y en conflicto– reflejaba la mutabilidad de lo humano pero también del mundo, del cosmos, contenía una lección de escepticismo: no había un solo discurso, una sola moral, un solo aliado que fuera válido, había que prepararse para los cambios de fortuna. 

Uno de los atractivos de las religiones monoteístas es la promesa de que al ajustarnos a su doctrina, a su vía única, podremos asegurarnos el bienestar –si no en esta vida al menos en la próxima. En la religión olímpica, por el contrario, el suelo se mueve constantemente. Si recibimos el favor de un dios nos ganaremos la enemistad de otro, si destacamos por nuestra hermosura o virtud sólo preparamos nuestra posterior caída, si cumplimos con una ley transgrediremos otra desconocida y más poderosa. En el cosmos hay un orden, explicaba Fabre en una conversación, que no empata con nuestra noción de la justicia. Lo que resta es el asombro ante las fuerzas invisibles que deciden nuestra suerte, el agradecimiento de que nos haya sido dado otro día bajo el sol, la atención a lo transitorio y su belleza. 

Luis Felipe Fabre

En entrevistas Luis Felipe Fabre ha afirmado que su regreso a la poesía –llevaba una década sin escribir versos– implicó pedir entrada otra vez al espacio de lo sagrado, solicitar a los dioses. De hecho, como su hábito de mudarse a otros siglos, a lo largo de su obra también puede encontrarse una inclinación por lo religioso, siquiera una comezón, una picadura. Lo que en este libro sucede, de igual modo, es que llegó a un sitio aún más intenso, quizás a la semilla de lo sagrado: el sacrificio ritual.

La Grecia que Fabre trata de recuperar no es la de la razón, de la mesura, de los filósofos, sino la Grecia fatídica, incluso salvaje, la cultura que para estudiosos como Walter Burkert fue una especie de tejido alrededor del hecho primordial del sacrificio. En el largo poema “Medusa” este concepto es central. El monstruo mítico a la vez lamenta y se ufana de su papel, verdugo de héroes bellos e ingenuos. Poco a poco, advertida por sus hermanas, se da cuenta que en este caso ella misma será la víctima, y con sabiduría y piedad decide aceptar su estrella, sabe que no es más que un parto: “nutre mi sangre en mis entrañas el sueño / de un caballo alado / ya pronto / a despertar / libre de mí como un hijo alegremente ingrato”. Es un sacrificio doble: al matar a Medusa, Perseo se sacrifica a sí mismo, es decir, se conoce, llega a su destino. 

En Poeta griego arcaico gravita la idea del auto descubrimiento como algo a la par apremiante y funesto: “solo es feliz quien su destino ignora”. Se debe recordar que Edipo es el motor de su propia desgracia. “Cada uno es de sí mismo esfinge / y a sí mismo se destruye / quien resuelve su propio enigma”. Llegamos a otra de las obsesiones de Fabre, la astrología, que concibe como una manera de leer la mitología griega en nuestra propia vida. Pero si la astrología contemporánea, nos dice, se distingue por su afán terapéutico y por ello prefiere atenuar la concepción antigua del destino, aquí estamos todavía en un reino anterior, con muchas menos consideraciones a nuestro confort. En una nota al pie Fabre indica cómo obtener de la estrella de Medusa un saber que nos concierne, pero no queda claro si esto es un regalo envenenado, si acaso nos espera en ese punto de nuestra carta astral la mirada terrible que nos convertirá en piedra. 

Algo tejen las moiras para nosotros. Podríamos averiguarlo o no, de cualquier manera somos animales camino al altar de sacrificio, nadie está para siempre en la Tierra. Fabre decía en una charla que el arte es una suerte de taxidermia, o más bien que la taxidermia, los cazadores que reconstruyen a su presa para hacer una reparación, fue el primer arte. La comedia de la inocencia, hacer aparecer lo que desapareció. La literatura es una operación de rescate. Si en el mundo y la historia lo que prima es la impermanencia, la Fuerza, la devoración de los seres, la poesía actúa como una restauración. En el poema –como muestra “El rapto de Ganimedes en la segunda parte del libro– hallan otra vida Medusa y todos los héroes que volvió de piedra, pueden estar un poco más en el tiempo.

Son estas víctimas las que conforman el coro que nos guía en Poeta griego arcaico. La reunión de las estatuas, el pasado, rumor de voces que continúa a través de las eras. La narración que empieza una y otra vez, que insiste, desde las sombras, desde el olvido, que se esfuerza por llegar a nosotros y darnos ese mensaje que en sí mismo es una suprema advertencia: “escúchanos”. Estamos siempre a un pequeño paso de unirnos a ese concilio espectral. A final de cuentas, para la escala temporal de lo cósmico, se confunden en un mismo instante el momento en el que los griegos siguen aquí y ese otro en el que nosotros ya nos hemos ido. “Oh sueños de sueños de sueños”.

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