Vagamente inspirada en una serie noruega sobre un hombre con un desorden mental que lo mantiene en un mundo de fantasía, la miniserie Maniac, creada por Cary Joji Fukunaga y Patrick Somerville para Netflix, tiene varios elementos híper-estetizados que recuerdan o derivan de autores conocidos: desde los mundos preciosistas creados por Wes Anderson o Michel Gondry, hasta sus imitadores como Richard Ayoade (el mundo siniestramente burocrático de su versión de El doble, de 2013, también encaja en esa escuela que retoma no sólo la desesperación sino el humor –tantas veces pasado por alto– kafkiano; la escuela, en fin, del diseño de producción barroco que ha caracterizado la obra de Terry Gilliam). Como la obra de esos autores, es inevitable que el trabajo de Fukunaga (que lo mismo se desempeña en dramas decimonónicos como Jane Eyre que en universos neonoir, como el de True Detective) tienda a verse desde las coordenadas de la obra posmoderna, entendida aquí bajo el hado (o yugo) creativo de lo referencial, lo nostálgico o lo imitador.
Al margen de los dramas estrictamente históricos, desde hace décadas la cultura popular ha revisado su pasado: en los setenta y ochenta se hizo hincapié en las contradicciones morales de los cuarenta y cincuenta, o se ensalzaron sus productos más populares; y ahora volvemos, con melancolía, a los salvajes años setenta, ochenta y noventa. Aún más, algunas obras recientes comienzan a explorar creativamente instituciones de la cultura pop (como hace Castle Rock con el imaginario de Stephen King). Algo similar ocurre con Maniac: su tiempo desquiciado se expresa en las situaciones a las que coloca a sus personajes, todas inspiradas en distintos momentos de la cultura popular.
La miniserie opera así: un grupo de personajes decide someterse, por distintas razones (económicas pero también traumáticas y adictivas), a un experimento farmacéutico que aspira a erradicar la necesidad de la terapia psicoanalítica. Durante el experimento, los sujetos (la serie se concentra en una pareja dispareja) viven “arborizaciones”: otras vidas que parecen tan reales como universos paralelos. Lo interesante es que, episódicamente, las situaciones en las que se coloca a los personajes provienen de subgéneros que el espectador de Netflix seguramente conoce bien. Los dramas policíacos que evocan el trabajo de Scorsese o sus estudiantes se citan en el séptimo capítulo, “Ceci N’est Pas Une Drill”; el cuarto capítulo, “Furs by Sebastian”, recuerda el humor disparatado y satírico de los Coen; pero también hay episodios que utilizan la cantera del relato pulp, como “Exactly Like You” (que se desarrolla durante una sesión espiritista en una mansión, en la década de los cuarenta) o los últimos dos, donde la trama es animada por una anécdota de invasiones extraterrestres y espías internacionales.
A lo largo de la miniserie se logra una sensación inquietante pues no hay una realidad base que podamos reconocer: también en la “realidad” de los personajes existen elementos absurdos y kafkianos, como agentes siniestros y personalizados de la publicidad, tecnología obsoleta o una Estatua de la Libertad agresiva y vengadora (que evoca a la Estatua de la Libertad de El desaparecido, que en lugar de una antorcha porta una espada). La serie recuerda a esos inocentes juguetes (como un cubo de Rubik o un Etch A Sketch) que tienen un vago vínculo con lo clínico o lo terapéutico. ¿Por qué? Porque aquí también hay una discreta moraleja, o una idea normativa. Que su realidad base también esté desplazada hacia lo siniestra (por no hablar de la insistencia en El Quijote como elemento de la trama), subraya a Maniac como una serie entretenida pero que advierte, una vez más, sobre el perdernos en mundos de fantasía. Si se me permite el chiste, ¿no es la lección que deberían aprender también los tristes sujetos que se autosometieron al experimento de Made in Mexico?