Las películas de Manuel Abramovich podrían considerarse documentales centrados en un personaje. Es lo que el director afirma cuando en entrevistas le preguntan de qué se tratan sus largometrajes: Solar (2016) es sobre un hombre que, cuando niño, escribió y publicó un libro de iluminación new age; Años luz (2017) se concentra en la cineasta argentina Lucrecia Martel durante una o dos semanas de filmación de Zama, y Soldado (2017) sigue a un conscripto que recién entra a una estupidizante Escuela Militar. Pero ese tono más propio para un productor sin tiempo ni ganas de escuchar no satisface mis propias obsesiones interpretativas. En los tres largometrajes y en por lo menos uno de los cortos que componen la muestra que sucede esta semana en Ciudad de México y Monterrey –aquí me refiero únicamente a La reina (2013)– veo la elaboración de un ojo que desmantela el género documental para reflexionar sobre cómo formar la voz de autor. En estos “documentales deslizados” veo, pues, la ficcionalización de un autor refractado en personajes, técnicas y obsesiones narrativas.
Era adolescente cuando escuché por primera vez hablar a Raúl Ruiz. En una sala de una construcción colonial del Santiago de los Chiles que quedaba a pasos del departamento de su mamá, Ruiz compartía una serie de historias y anécdotas con las que adornaba su biografía; no importaba si fueran encuentros fortuitos en librerías parisinas o algún antiguo cuento de la China, todo servía para informar la manera en que se concretaron sus películas. Es verdad que cuando uno aprende la técnica crítica, la propuesta profesoral más ordinaria llama a desconfiar de las explicaciones que da el autor (por cierto: están muchas veces teñidas de mentiras). Y sin embargo, de alguna manera ese performance extrafílmico existe sólo en continuidad con lo que está dentro del marco de la pantalla. Dicho de otro modo, el ojo no actúa únicamente por medio de una cámara, sino que también elabora una discursividad igualmente interpretable y que forma un solo cuerpo con lo que Ruiz llamó “teoría del cine”.
En el caso de las películas de Abramovich leo algunas opiniones sobre qué ha impresionado a tanto jurado y programador en el mundo tal como se publicita con la actual muestra. Y no encaja lo que veo en la pantalla con el habla con la que el director dirige nuestra atención a aspectos técnicos. Reparo con más interés en las catexis de su ojo autoral que elige con sumo cuidado los objetos de sus documentales. Al crear un distanciamiento irónico entre sujeto y ambiente, Abramovich inserta por un lado la ficción y por otro el proceso de producción, incluyendo al director y al equipo técnico como personajes, para desplazar la interrelación naturalizada entre observador y observado hasta hacerlos coincidir. No se trata únicamente de revelar una dinámica social al enfocarse en un sujeto para causarnos risa, padecimiento, etc. –quiero decir: esto no es sólo “contar una historia”– sino refractar al creador de historias en los elementos narrativos, particularmente en sus protagonistas. La reina, por ejemplo, es un intento en clave púber y travesti de investigar –dentro de un espacio cerrado, de una narrativa trazada por la preparación y la celebración de un carnaval en un pueblo argentino– la posibilidad de ser otro en la aparición pública.
Si esto suena a trasunto espiritual es porque los trabajos de Abramovich, a pesar de desplegarse en tono bajo, conservan una tendencia mesiánica. No es casualidad, creo yo, a pesar de que ambos parecen justificados dentro de la lógica funcional de la película, que dos de sus largometrajes tengan títulos inspirados por el universo y los astros. En Solar, por ejemplo, la puesta en duda sobre el lugar de la autoría es explícita y se transforma en el centro neurálgico para hablar sobre la potencialidad narrativa del cine y del punto de vista. En un inicio vemos al protagonista, Flavio Caboblanco, manejando de manera amateur una cámara con la que se graba a sí mismo en varias actitudes cotidianas. Pronto se registra una llamada entre Flavio y un tal Manuel, el director de la película, en la que discuten cómo la modalidad de autofilmación no ha alcanzado el objetivo: revelar cómo el niño iluminado había desarrollado su subjetividad hasta la adultez y, secretamente, desmantelar la mentira del niño iluminado y autor. Esa modalidad de trabajo –¡es de esperar!– no engañó al engañador. Desde entonces Manuel decide entregarle la cámara y el control de la película a Flavio; el punto ficcionalizado (o no) es permitir que el protagonista usurpe el lugar del director. Y es sólo en esa entrega del mando cuando el pasado del niño solar se desvela y entendemos que la iluminación del pasado no fue más que la escenificación realizada por la familia de Flavio, el niño del sol. El proceso documental queda expuesto bajo vectores análogos a los del conocimiento new age, como espejismos de la conciencia que requieren, antes que todo, de fe.
Años luz, por su parte, es un documental hecho al alero de Zama y la admiración que el joven cineasta tiene por la directora salteña. Para su narrativa, Abramovich escoge algunos emails para recrear la dinámica de la mirada del fan expuesta a una estrella que, a pesar de su éxito, afirma estar “a años luz de ser la protagonista de algo”. Nuevamente caemos en la tentación de hablar del retrato de Lucrecia Martel como eje de este documental; ciertamente, varias notas que han aparecido en los medios hablan sobre Martel, como si fuera éste una plataforma sobre ella. Pero Abramovich se preocupa de usurpar el espacio visual a su objeto: vemos a Martel dirigiendo, pero también la vemos participando en el juego establecido por Abramovich. Tal transformación de la directora en protagonista, finalmente, se concreta en un intercambio en el que Martel accede a interpretar algunas líneas guionizadas e interpuestas como parte (o no) del documental. De nuevo Abramovich forma a su sujeto, lo modela bajo su ojo y expone los mecanismos de su factura refractándose en el quehacer de Martel y su equipo de producción cosmopolita.
Sería fácil decir que Abramovich revela que el género documental se acerca más a la ficción de lo que nos hacen creer, pero ¿no lo sabíamos ya? ¿Y no está el cine argentino, hace ya un par de décadas, exponiendo esos cimientos narrativos? Me parece mucho más interesante observar la curva creativa, al decir de James Joyce, de cómo los personajes que escribimos retratan, antes que al otro, al artista como un joven hombre (el género aquí es intencional). Ese retrato incluye la exploración de los límites del asombro en el cine exponiendo la naturaleza misma de lo que, al modo de Pirandello, es un personaje en una constelación de autores.